miércoles, 27 de enero de 2010

Capítulo 04: Noche de luna llena

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Noche de luna llena



El viento soplaba con fuerza allí arriba, colándose entre los recovecos artificiales de los edificios y callejuelas, y dándole a todo un aspecto invernal a pesar de la ya avanzada primavera. Las luces de la ciudad eran un batiburrilo de luces a lo lejos, que eclipsaba al ancho firmamento. Una solitaria gaviota, sorprendida por la noche, volaba rumbo a su guarida, graznando de cuando en vez.
Kohane se apartó el pelo de la cara a merced del viento con nerviosismo, mientras seguía con la mirada fija en el misterioso joven. Éste sonreía aún, en respuesta a la pregunta. Sus blancos dientes centellearon, amenazadores de algún modo.
Algo plateado se mecía adelante y atrás, golpeteando en su pecho, a causa del viento: un guardapelo plateado. Presentaba un diseño de filigranas y tallas entramadas, poseía una belleza misteriosa.
Kohane sacudió la cabeza, apartando la atención de aquellas nimiedades. Sintió el movimiento como si lo hubiera hecho otra persona. Se concentró en lo verdaderamente importante: el chico.
Mientras él seguía regodeándose misteriosamente, decidió poner sus ideas en orden. Lo primero del todo era: ¿Quién –o qué- era él? Le acababa de hacer la pregunta, y aún seguía esperando su respuesta.
¿Cómo había llegado allí?, se preguntó Kohane también. La respuesta era bastante fácil de adivinar, pero le costaba admitirlo. No había más entradas al balcón que la puerta que daba a su cuarto. Sin embargo, no había visto signos de haber forzado la puerta de la entrada al piso, por lo que no podía haber entrado por allí, a no ser que poseyera un juego de llaves.
De todas maneras, sólo se le ocurría aquella posibilidad. Se giró inconscientemente hacia la entrada de su habitación, y el chico siguió su mirada con cierto interés. Tragando saliva, trató de imaginárselo entrando en su casa, abriéndose paso hacia el balcón, pasando al lado de su cama, donde ella dormía, ajena a todo. Un escalofrío le recorrió la columna.
Mientras ella seguía cavilando, el joven dio señales de vida al fin.
Dio una palmada.
―Bueeeno... Ya está bien de pensamientos erráticos y preguntas absurdas, no tengo todo el tiempo del mundo ―le dirigió una mirada de soslayo, punzante y evaluadora, ante la sorpresa de Kohane. Parecía como si hubiera estado escuchando lo que pensaba, igual que si lo hubiera estado recitando en voz alta... ―y dado que no pareces en estado de hablar en estos momentos ―añadió―, hablaré yo ―concluyó, torciendo la boca en una media sonrisa.
Mientras hablaba, sus ojos no habían dejado de recorrer a Kohane evaluadoramente, con cierto interés. Había algo en aquellos ojos... que la fascinaba. Eran azules como el cielo en un día de verano, y sin embargo, no transmitían calidez alguna. En cambio, eran fríos y enigmáticos. Tenían una fuerza hipnotizante, que la invitaba a sumergirse en ellos...
Sacudió febrilmente la cabeza de nuevo, apartando la ensoñación. Y entonces, aquellos ojos volvieron a parecer normales y opacos.
Necesitaba estar a lo que tenía que estar, se dijo. Muy a su pesar, abandonó el rápido examen físico que había hecho. Había llegado a la conclusión de que era sumamente atractivo, pero no iba a permitir que eso la cegara.
El chico dio un paso al frente, y Kohane retrocedió, notando repentinamente cómo a sus venas volvía el miedo y la tensión del primer momento, que la habían abandonado temporalmente al experimentar aquel breve receso de calma. Con pánico, notó cómo su espalda daba con el frío acero de la balaustrada. No tenía a dónde ir: por detrás estaba el vacío, y delante él. Estaba acorralada.
Al joven no se le pasó por alto ese detalle.
―Vaya... ¿Tienes miedo? ―se lamentó, con un cierto deje sarcástico―. Y yo que pretendía mostrarme cortés ―chasqueó la lengua con disgusto poco fingido.
Las alas de Kohane brillaban con fuerza, desprendiendo un resplandor perlado, casi igual al que había experimentado en el ascensor. Un brillo similar le recorría todo el cuerpo, como una fina película de luz. Kohane se preguntó si, en esa ocasión, sería capaz de volar. Era una opción a considerar si quería encontrar un modo de escapar de allí, pues suponía que el chico no había venido precisamente a hacer una visita, pero no se atrevía a arriesgarse a caer al vacío, notando cómo el aire atravesaba inútilmente sus alas, una vez más. Por lo tanto, decidió buscar una solución alternativa.
El balcón era bastante estrecho, pero, si se movía hacia la derecha, lograría despejar el camino hacia la puerta de la habitación... Sin embargo, él enseguida se daría cuenta, y actuaría. Debía esperar el momento oportuno, debía despistarlo.
Tragó saliva, preparándose para actuar, algo que pocas veces en su vida había hecho.
―Oh, discúlpame por ser tan descortés ―dijo de repente, como si se acabara de dar cuenta ―. Aún no nos hemos presentado, Kohane ―le sonrió amablemente―. Me llamo Zero, es un placer.
Hizo una parodia de reverencia, para después perforarla burlonamente con aquella maravillosa mirada. Kohane se sentía atrapada por ella, y le costaba pensar cuando la miraba de aquel modo. Alzó la vista hacia el cielo, a pesar de lo peligroso que le parecía apartar la mirada del peligro. Pero tenía que dar una imagen despreocupada.
―Humm... Es un placer, supongo ―un gran tono desinteresado, si no fuera por que la voz se le quebró en la última sílaba.
Él se rió, en respuesta a su reacción, y a su mala interpretación.
―Tienes razón, un gran placer. Eres un ser muy interesante ―enfatizó la palabra ser―. Si se me permite, me gustaría decirte el motivo de mi visita ―Kohane se atrevió a mirarle a los ojos otra vez, pero enseguida apartó la mirada de nuevo: seguía mirándola igual―. Soy un trovador solitario que viene a cantarle a su amada.
―¿Perdón? ―soltó Kohane, patidifusa, olvidándose por un momento de su distracción.
―Es muy típico de los trovadores asomarse al balcón de su amada... ―continuó él, completamente convencido de lo que decía.
―Eso sería en la época medieval ―le atajó Kohane, cruzándose de brazos.
―No hay cabida al tiempo en el amor ―la contradijo él, y Kohane arqueó una ceja―. De acuerdo, tienes razón. De todas maneras, no es eso a lo que he venido ―de repente adoptó una pose diferente, peligrosa. Kohane se puso en guardia de nuevo, volviendo a su plan original―. He venido a matarte.
Aquellas palabras cayeron como losas sobre Kohane, a la que embargó de nuevo el miedo. Entonces, un recuerdo de algo similar, de alguien que también le decía que debía morir, saltó a su mente. Con los ojos abiertos por la sorpresa, exclamó:
―¡Eres tú! Tú... ¡El que intentó matarme el otro día, en el ascensor!
El chico parecía ligeramente contrariado ante aquella información.
―Bueno, es cierto que soy tan o aún más apuesto que él... Pero me considero más valiente que ése que intentó matarte tirándote por el hueco del ascensor ―habló con reprobación, como si el método de matar fuera algo interesante en aquel momento ―¿Crees que yo haría una cosa así? Entonces ya te habría tirado hace tiempo por ese balconcito, te tengo justo en la posición exacta... ―Kohane, paralizada como estaba, dio un respingo, y se movió todo lo que pudo hacia el otro lado del balcón. Ya se había olvidado por completo de su plan de escape, estaba aterrada ―. No, yo prefiero métodos más... divertidos.
Sonrió, mientras extraía de un bolsillo del pantalón algo que, en cuanto quedó al alcance de la luz, Kohane identificó como una daga.
Kohane deseó en aquel momento que todo fuera un sueño, una invención suya, creada por tal vez un trauma que le había causado el episodio del ascensor. Deseó estar pasando por aquello mientras dormía feliz y caliente en su cama, sabiendo que a la mañana siguiente despertaría, y que nada de aquello había sido verdad.
―¿Sabes lo que es esto? ―le preguntó, sosteniendo la daga por la punta afilada, permitiendo que la hoja reluciera, reflejando la luz de la luna.
―No me tomes por tonta ―musitó ella, estremeciéndose.
Rió quedamente.
―Tienes razón, eres sorprendentemente inteligente. Más que un humano normal, vamos ―la miró como si hubiera un significado oculto en la frase―. Sin embargo, te gusta mucho soñar despierta.
Kohane no podía dejar de mirar aquella daga engañosa, que pendía de los dedos del chico igual que pendía su vida en aquel momento. Si al menos se hubiera esforzado más en su entrenamiento...
―De... ¿De qué hablas? ―le preguntó, cautelosa, más atenta a la daga que a la conversación.
―Esto no es ningún sueño, Kohane. Me parece muy exagerado que pienses que podrías conmigo si estuvieras en mejores condiciones. Sinceramente, lo dudo ―habló con tono de reproche condescendiente, como quien regaña pacientemente a un niño.
La respiración de Kohane se detuvo de golpe, cogida por sorpresa. ¿Cómo sabía... lo que había estado pensando? En el fondo no era tan raro, se dijo, pues ella misma podía hacerlo. Pero... ¿Cómo era posible, si ella no podía oírlo a él?
Volvió a sorprenderse. ¿No podía oír sus pensamientos? Lo comprobó, prestó suma atención al torrente de sensaciones que le llegaban en forma de ondas de pensamientos a la mente, pero la más fuerte se encontraba a cien metros de distancia, por lo menos. Eso le resultaba sumamente familiar...
Cayó en la cuenta con un jadeo. Tampoco, a pesar de lo que se había esforzado, había sido capaz de oír los pensamientos de aquel ser oscuro que la había atacado en el ascensor. Aquel nuevo descubrimiento la hizo ponerse aún más en guardia, aunque no sabía si podía estar más atenta al peligro aún.
El joven parecía divertido, aunque aquello no era ninguna novedad. Desde que había llegado, sonreía como si todo le resultara tremendamente divertido... Y seguramente así era, para él. Por desgracia, Kohane no podía opinar lo mismo.
―¿Te he sorprendido? ―preguntó entonces―. Vamos, no me digas que te sorprende algo que tú misma puedes hacer.
¡Lo sabía absolutamente todo! Aquello empezaba a ser verdaderamente preocupante. ¿Podría ser él la presencia que había sentido en el tren, al ir a clase, espiándola? Era una posibilidad, y la tendría en cuenta.
―Vamos, vamos, ¡claro que lo sé todo! Me lo pones terriblemente fácil, tanto que aburre. ¿Hace cuánto exactamente que sabes lo que puedes hacer? ―preguntó, y luego sonrió como si hubiera recibido una revelación― ¿Unas semanas tan sólo?
―¡Lo has vuelto a hacer! ―protestó ella, poniendo por fin su confusión en palabras.
―¿El qué? ―su sonrisa se borró en un momento de confusión, para luego reaparecer ―¡Ah! Ya te he dicho que me lo pones terriblemente fácil...
Kohane no entendía a qué se refería con aquello, pero tenía preguntas más importantes que hacer en aquel momento.
Aunque, si era verdad que iba a morir aquella noche... ¿Qué más daba lo que averiguara?
¡No! No podía tener aquella clase de pensamientos. Lucharía con todas sus fuerzas, se defendería hasta el final. Alzó las alas en actitud amenazante, y el chico no pareció sorprendido en absoluto ante el gesto. Claro, no podía ver las alas ni el brillo...
―Oye, creía que ya había quedado claro que tengo absoluta percepción de tu verdadera forma ¿no? ―la contradijo él. De repente, parecía tremendamente aburrido.
La chica maldijo en silencio. Entonces, ¿lo sabía todo? Ya no sabía qué hacer...
―Al final va a resultar que no soy tan lista, ¿verdad? ―dijo Kohane.
Sí que era preocupante la situación... Ella, que nunca mostraba sus emociones, se había vuelto sarcástica.
―No, te conozco muy bien, y sé que la inocencia es una de tus adorables cualidades ―admitió él, con otra de sus sonrisas burlonas torcidas―. Y siempre has sido sarcástica, aunque tampoco sería muy raro que el estado de shock produjera cambios radicales en la personalidad del sujeto... ―añadió, más pensando para sí que otra cosa.
Kohane frunció el ceño, confusa.
―Espera, espera, espera un momento... ¿Ya me conocías?
En respuesta, él se volvió a reír. Kohane estaba empezando a odiar con todas sus fuerzas aquella risa de superioridad...
―¿Qué si ya te conocía? Bueno, podría decirse que sí, que te conozco tan bien o más que a mí mismo, pero a la vez tampoco te conozco en absoluto.
Se acercó más a ella, con una expresión ligeramente curiosa en la mirada, en aquellos ojos hipnotizantes, y Kohane retrocedió, moviéndose aún más hacia la derecha, y acercándose unos centímetros a la pared del edificio. Un poco más, sólo un poco más...
―Eres tremendamente interesante, ¿sabes? ―añadió de pronto, frunciendo el ceño.
―¿De qué hablas? ―se extrañó Kohane. ¿Ella interesante?
Zero sonrió condescendientemente, mientras daba otro paso hacia ella. En respuesta, las piernas de Kohane la impulsaron aún más hacia atrás. El corazón le latía desbocado, y lo notaba como si lo tuviera en la garganta, a punto de escaparse de su pecho.
―¿No te lo crees? Es cierto ―aseguró―, eres muy interesante. Es inexplicable incluso para mí que... ―iba a decir algo, pero se calló.
Kohane iba a decir algo, pero él le puso un dedo en la boca dulcemente, para callarla. Ella se estremeció ante el contacto. Era la primera vez que la tocaba desde que había llegado. Sentía en sus labios la calidez de la mano de él, y a la vez notaba el contacto gélido y electrizante.
El chico alzó la mano en la que aún seguía sosteniendo la fatal daga, y Kohane no pudo evitar que un gemido asustado se le escapara de la boca, a pesar de la presa del dedo de él. Lo sostuvo a la altura de su garganta, y posó delicadamente la punta de la daga en su cuello, sin llegar a presionar. La chica notaba el contacto punzante, pero no se atrevió a alzar la mano para apartarlo. Él deslizó la daga por su cuello, hacia su pecho, y ella se estremeció, cerrando los ojos.
Zero estaba muy inclinado hacia ella en ese momento. Tanto, que podía sentir su respiración... En esos momentos sólo podía oír el ruido que hacía su corazón al latir cien veces más rápido de lo normal.
―¿Ves? Tu reacción es tremendamente interesante... ―murmuró él en su oído, y Kohane, pegando un respingo, se apartó de él, acabando pegada a la pared del edificio.
¡Lo había conseguido! Observó triunfal, esperando que con lo que fuera una cara de póker, la mirada divertida del joven, que había recuperado su sonrisa torcida y burlona.
Buscó cualquier cosa que decirle. Algo para distraerlo.
―Ehm... Es una pena que tengas que matar a una persona tan interesante, ¿no? ―había vuelto a recurrir al sarcasmo.
Aquello hizo que él se volviera a reír.
―¿Y quién te ha dicho que tuviera intención de llevar a cabo mi cometido?
La mente de Kohane se quedó en blanco, confusa.
―¿Eh...? ―fue todo lo que acertó a decir.
A su mente estaba llegando un rayo de esperanza que no había llegado a aparecer cuando había llegado a cabo su primera parte del plan con éxito. Un rayo de esperanza demasiado prematuro, que podría romperse como la porcelana china, y aquello sería tremendamente desalentador, por lo que intentó acallarlo.
El chico fijó sus ojos en los de ella.
―Es cierto que me han ordenado matarte... Pero ―añadió, haciendo girar la daga entre sus dedos― me parece mucho más entretenido conservarte con vida. Sería una pena que algo tan misterioso muriera... Alguien que piensa que puede tirarme por la balaustrada y que sirva de algo ―añadió lo último con burla, riéndose de ella.
La última parte destrozó toda la confianza que había acumulado Kohane. La felicidad que le había creado la afirmación de que iba a vivir más que aquella noche de luna llena había sido empañada por el descubrimiento de que había desbaratado su plan. ¿Cómo no iba a hacerlo?, se dijo ésta, dándose cuenta de golpe, ¿Si al parecer podía leerle la mente? Desde luego, inocente era, y un rato...
Pero... Que hubiera destrozado lo que planeaba no era tan malo si, en el fondo, su cometido se cumplía de todas formas. Además, no era tan malo que nadie saliera herido. Desde luego, no le había hecho gracia haberse propuesto tirar a alguien por un balcón, por lo que aquello implicaba.
―Sí, sí que eres inocente ―dijo él distraídamente, como hablando para sí ―. ¿Crees que aunque me tiraras por le balcón te librarías de mí?
No... Por supuesto que no, si en el fondo él era el mismo que la sombra oscura, conclusión a la que había llegado hacía poco Kohane, encontraría la forma de librarse de la ley de la gravedad y así librarse de una muerte segura.
―Oh, deja de ensimismarte con cosas absurdas. ¿Sigues pensando que soy ese anticuado del otro día? ―comentó, aburrido.
―Sí.
A Kohane ya no le sorprendió que respondiera a sus pensamientos igual que si se lo hubiera escuchado decir con palabras. Se preguntó si algo podría volver a sorprenderle después de aquella noche...
Él reía, otra vez en respuesta a sus pensamientos. Kohane se desesperó.
―¿Cómo lo haces?
―¿El qué? ―parecía sorprendido por la pregunta aunque, por supuesto, fingía.
―Eso, leerme la mente.
―Yo no leo la mente. Escucho tus pensamientos. Son cosas diferentes ―la contradijo él.
Decía exactamente lo que le había dicho Venus...
―¿Qué eres? ―preguntó, al igual que preguntó la primera vez que le había visto.
Zero suspiró, y se llevó una mano a la cabeza, apartándose el oscuro pelo rebelde. Alzó la mirada a las estrellas.
―Ya te he respondido a eso. Soy Zero.
―No me refiero a eso ―le atajó Kohane―. Me refiero a qué eres, no a quién. Por ejemplo: Yo soy una humana. ¿Qué eres tú?
―Pongo en duda ese ejemplo tuyo ―dijo él con una risa―. Pero podría decirse que yo soy lo mismo que tú. O, si te gusta la filosofía, soy tu perdición...
Sus ojos perforaron los de Kohane, y ésta, incapaz de apartar la mirada de él, no pudo más que observarlos, otra vez aquellos ojos magnéticos, hipnotizantes, que la atraían hacia él como un poderoso imán con la fuerza de...
―Me gustaría proponerte un trato ―interrumpió él sus ensoñaciones, devolviéndola con un golpe a la cruda realidad.
¿Para qué pedía permiso o proponía tratos o lo que fuera después de haberse colado en su casa?, se preguntó Kohane, empezando a sentir un fuerte dolor de cabeza, debido al cansancio acumulado. Puso un gesto de fastidio.
―Adelante ―agitó la mano, indicándole que continuara.
Él sonrió, y se acercó otra vez a ella. Por alguna extraña razón, aquella vez Kohane no sintió ninguna amenaza, por lo que no se apartó. Además, no tenía a donde apartarse, advirtió, notando lo pegada que estaba a la pared.
―Aún tengo la orden de matarte, y podría cumplirla en cualquier momento ―dijo él, pero añadió, antes de que Kohane pudiera llegar a protestar―. Pero, te propongo un trato gracias al cual no lo haré. Ya te he dicho que me resultas tremendamente interesante... Y por eso me gustaría conocerte. Seamos amigos, ¿qué te parece? ―concluyó, con una parodia de sonrisa amable.
―¿Perdón? ―se extrañó Kohane.
―Aún tengo orden de matarte, y podría incumplirla ―empezó Zero a repetir lo mismo.
―Sí, sí, lo había entendido la primera vez ―le frenó Kohane―. Pero no lo comprendo...
―No hace falta que lo comprendas, no todavía ―se divertía de nuevo―. ¿Aceptas el trato o no?
Volvió a alzar la daga, aunque esa vez no realizó ningún gesto amenazador con ella, sino que se dedicó a juguetear con ella, pero Kohane veía muy bien la amenaza implícita en esas acciones.
―Supongo que sí... ―se rindió con un suspiro.
Le resultaba tremendamente complicado entender a aquel chico. Su voluntad y deseos iban y venían, como una hoja juguetona al viento.
―Bien... ―sonrió él, revolviéndole el pelo.
Kohane se quejó y se apartó, peinándose como pudo. Él se rió quedamente.
―Bueno, pues... Nos veremos dentro de poco ―dijo él, con un tono un tanto teatral.
Para luego saltar por la barandilla del balcón.
Kohane ahogó un grito, y corrió a asomarse a la balaustrada.
―¡Zero! ―gritó, pronunciando su nombre por primera vez, preocupada sin poder remediarlo.
No vislumbró a ningún chico caer, ni nada se le pareciera. Es más, la noche estaba tan en calma como si allí no hubiera ocurrido nada. Incluso el viento, que tan fuerte había soplado hacía un rato, se había detenido para dar lugar a una pacífica noche de luna llena.
Kohane suspiró, encogiéndose de hombros, y se apoyó en la barandilla, contemplando la luna. Brillaba con fuerza, igual que sus inútiles alas.
Se quedó allí un rato más, observando la luna y dándole vueltas a lo que acababa de ocurrir, sin terminar de comprenderlo. Al final, cuando el frío le hizo estremecerse, volvió a entrar en su habitación, cerrando la puerta al balcón tras de sí.

Capítulo 03: Encuentros

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Encuentros


La última semana de clases fue lo más parecido a una vida normal que Kohane había vivido en el último año. No la saludaban al pasar, desde luego, pero se notaba sobremanera la ausencia de zancadillas, bromas pesadas, risitas y comentarios a sus espaldas, mal disimulados. Ella hacía como que no se había dado cuenta de nada, y seguía con su vida normal. No faltaron los raritos que intentaron hacerle un hueco en sus grupos, ahora que parecía menos rara, pero Kohane rechazaba sus invitaciones y seguía con su vida solitaria, taciturna.
Por otro lado, el misterioso hombre, si es que era algo parecido a aquello, no volvió a hacer acto de presencia. Ella agradecía aquel pequeño descanso, pero sabía que no duraría siempre. Él siempre la perseguiría, lo sabía, hasta que…
Siempre desviaba aquel pensamiento, sin la capacidad para afrontarlo directamente.
De todas maneras, Kohane no se quedó de brazos cruzados aguardando su llegada. Todos los días, antes de volver a casa, entrenaba en solitario en una zona en obras, abandonada, ya que habían tenido que detener la construcción por culpa de no-sé-qué rollo legal. Así que, de momento, tenía un lugar privado, libre de miradas indiscretas, para poder desplegar todo su poder; del que no podía presumir demasiado, ya que no había conseguido ni siquiera volver a volar. Agitaba sus alas y se concentraba todo lo que podía, pero no ocurría nada. Atravesaban el aire, igual que atravesaban cualquier objeto, igual que las vistas de los demás las atravesaban a ellas.
Kohane se sentía decepcionada consigo misma por aquello, y entrenaba duro día tras día. Un día, tras muchos esfuerzos, justo cuando pasaba por allí un camión pitando, sobresaltándola, había conseguido alzarse unos centímetros, pero había vuelto a caer al suelo, dándose un buen golpe contra el pavimento. No había vuelto a tener un buen resultado.
También había estado practicando a leer las mentes, y a distinguir los pensamientos de las distintas personas. En aquello había tenido mejores resultados, y ya era capaz de seleccionar entre todos los sentimientos un flujo en concreto, y encontrar gracias a él a su dueño. Le había costado su pequeño experimento algún que otro ceño fruncido, cuando la mirada de la persona en cuestión se encontraba con la de Kohane.
Todas aquellas prácticas habían hecho que Kohane se desatendiera un poco de sus estudios. Por eso, estaba un poco preocupada el día que fue a hacer las pruebas de acceso para su instituto. Pero, para su grata sorpresa, cuando salieron los resultados, descubrió que la habían aceptado. Y con muy buena nota, cabía decir, cosa que tampoco se esperaba. Su padre lo celebró con una botella de cerveza, que se bebió él solo. A Kohane le tocó brindar con Coca-Cola.
―Tampoco es para tanto, papá. Sólo me han admitido en el instituto ―rezongó la hija ante la alegría del padre.
―¡Pero qué dices! ¡Con lo que a mí me costó entrar en el instituto a la primera! ―le contradijo él, bebiéndose de un trago el último vaso de cerveza que quedaba.
El episodio finalizó con su padre en el baño, devolviendo. Si es que estaba cantado, se decía Kohane mientras le ayudaba a levantarse, mareado como estaba.
Su padre era un hombre muy jovial, o al menos lo había sido antaño. Tras la muerte de su mujer, la madre de Kohane, se había convertido en una sombra de lo que era. La única muestra de lo que había sido se veía cuando estaba con su hija. La quería demasiado, y deseaba lo mejor para ella. Era todo lo que le quedaba de su mujer, le había contado en innumerables ocasiones a Kohane, mientras ella escuchaba, emocionada, por eso se preocupaba tanto por ella.
Trabajaba en un pequeño taller, nada especial, en el que arreglaba aparatos viejos y otras cosas por el estilo. No ganaba mucho, pero se ahorraba un buen pellizco cuando algún aparato electrónico de la casa fallaba, pues los arreglaba él mismo. Se esforzaba mucho por que nunca les faltara nada y, a pesar de las insistencias de Kohane, nunca le había permitido a su hija trabajar una hora siquiera. Debía dedicar su tiempo a estudiar, decía. Después, cuando dejara los estudios, podría dedicarse a lo que quisiera.
Y así, entre unas cosas y otras, llegó el primer día de instituto.
Kohane aguardaba en la puerta, a que su padre terminara la fiambrera. No le había dejado prepararla a ella. Los demás días podría, pero aquel día era especial, y quería que su comida le diera suerte. Ella se estiraba, sin poder estarse quieta, el uniforme nuevo una y otra vez. Era sencillo pero bonito. Una chaqueta formal y una falda plisada cortada a la altura de la pantorrilla, un poco más baja, tal vez. La chaqueta era de color negro, y la falda tenía un estampado a cuadros, de colores rojos y negros. Por debajo de la chaqueta, llevaba una camisa blanca, con una corbata del mismo diseño que la falda.
No había pegado ojo, y eso se le notaba, aunque había intentado disimularlo utilizando maquillaje. Al menos, las ojeras no se notaban tanto.
Agitó las alas con impaciencia, ya acostumbrada a ellas, al igual que al brillo imperceptible de su cuerpo, cada vez más ansiosa.
―Papá ―se quejó, lo suficientemente alto como para que su padre, desde el otro lado de la casa, la oyera.
―Ya estoy, ya estoy ―dijo él, apareciendo por el pasillo con un paquetito envuelto en las manos―. Toma, cielo.
Le tendió la fiambrera, que ella metió con ademán impaciente en la cartera del mismo color que la chaqueta, y besó a su hija en la frente.
―Nos vemos por la tarde. Ya me contarás cómo te ha ido ―la despidió su padre cuando ella salía por la puerta.
―Claro ―sonrió ella, cerrando con un ruido sordo el gran portalón de entrada.
Se había levantado con tiempo suficiente, por lo que no se molestó en darse prisa. Rechazando el ascensor por puro hábito, se dirigió a las escaleras del edificio y bajó hasta la planta baja por ellas.
Aquella costumbre la había adquirido desde que había tenido el encontronazo con el ser oscuro. Intimidada, no se había vuelto a atrever a entrar en un ascensor, y, cuando se veía obligada a hacerlo, lo pasaba bastante mal. Por suerte, eso no le ocurría con demasiada frecuencia.
Empujó la pesada puerta principal, y le recibió la luminosidad del sol en un día claro de primavera. Falló en su intento de poner cara de póquer, y sonrió ante el maravilloso día. Era perfecto para empezar un nuevo curso.

*

El instituto al que se dirigía nuestra protagonista era el prestigioso instituto Sakuraba. En él, dos chicos no se lo estaban pasando precisamente bien...
Ella era Himeka, y él Saito. Saito llevaba a la espalda un gran bulto con forma de instrumento: una guitarra. Los dos se encontraban rodeados por una pandilla de chavales más o menos de diecisiete años. Todos presentaban aspectos amenazadores, y el que se encontraba más adelantado habló:
―¿Y bien? ¿Vas a respondernos de una vez? ―sonrió con superioridad, saboreando la victoria.
El chico, Saito, se irguió en toda su figura, mirando directamente a los ojos al joven.
Saito tenía el pelo rubio, en mechones desperdigados sin ningún orden, y los ojos azules oscuros, del color de la noche. La piel era bronceada, pero sin llegar a tener el color dorado característico de los países del sur. Era alto y esbelto, fuerte, y, sobre todo, muy guapo.
Se apartó el pelo de los ojos con un gesto de la mano, y respondió cruzándose de brazos:
―No.
―¡Saito! ―se quejó la chica, Himeka, que se encontraba en la situación más peliaguda.
Ella era más baja que él. Se encontraba pegada espalda contra espalda al chico, y su cabeza rozaba la nuca de Saito. Mostraba un aspecto frágil, y los que la rodeaban a ella la veían como una presa fácil, por lo que se atrevían a acercarse más.
Himeka llevaba el pelo color chocolate cortado a la altura de los hombros, y recogido con una cinta amarilla a modo de diadema, de la que pendían dos lazos del mismo color a ambos lados. Sus ojos del mismo tono que el pelo estaban clavados en sus acosadores, abiertos por el pánico.
―No te preocupes, Himeka, yo te protegeré ―la tranquilizó Saito, girando la cabeza levemente y dándole unos toques a la de ella, revolviéndole el pelo con cariño.
―¡Pero si son diez contra uno! ¡Te harán picadillo! ―exclamó Himeka, con lágrimas en los ojos―. ¿No sería más fácil darles lo que quieren? Prefiero eso a que te hagan daño... ―meció la cara, disgustada.
Saito cerró los ojos y frunció el ceño, negando con la cabeza:
―No... Lo que piden es demasiado, no se lo entregaría ni a costa de mi vida.
―Pero... ¡Pero si tú mueres, ¿yo qué haré?! ―le preguntó a su compañero.
―Te he dicho que saldremos de ésta, Hime-chan.
Se habían dado la vuelta, dándoles la espalda a los confusos captores, y se agarraban las manos con los ojos brillantes de la emoción.
El jefe del grupo se enfureció ante aquello, y gritó:
―¡Habéis tenido vuestra oportunidad, ahora vais a pagar por lo que habéis hecho!
Con varios gritos imposibles de definir, todo el grupo se abalanzó hacia la pareja.
Himeka se giró, sobresaltada.
―¿Eh? ¿Ya? Pero si no hemos llegado ni a la mitad del acto... ―hizo un mohín.
―Eso da igual ―se carcajeó Saito―. Vamos a pasárnoslo bien ―añadió, haciendo crujir los nudillos y sonriendo maliciosamente.
―Completamente de acuerdo ―accedió Himeka, con la misma expresión divertida.
Al mismo tiempo que decía esto, uno de los hombres alcanzó a la joven. Alzó la mano para descargarle un puñetazo, que fue recibido por la propia mano de la chica. Le sujetó el puño sin hacer el menor esfuerzo, y después le retorció el brazo con un movimiento limpio hasta que lo hizo caer al suelo del dolor.
Saito, demasiado impaciente, se adelantó para llegar hasta los cinco chicos que iban hacia él, entre ellos el jefe y, con un puñetazo en la nariz, tiró a uno al suelo, que empezó a rodar y gemir de dolor agarrándose la nariz, rota. Otro le intentó dar una patada, que Saito esquivó con un ágil salto, para posarse sobre la misma pierna y plantarle casi al instante la suela del zapato en los ojos. Éste también acabó en el suelo, mientras el chico se posaba de nuevo en el suelo con un ligero salto. Tras eso, posó una mano en el suelo y dio una vuelta sobre su brazo, golpeando en el estómago a otros dos, entre ellos al jefe, que salió peor parado. El otro se levantó como pudo, y salió corriendo.
―¡Gallina! ―le gritó Saito, alzando el puño―. ¡Vuelve a por más!
Por otra parte, Himeka ya había derribado a otros dos con un gancho de kárate. Uno la agarró por el brazo desde atrás, y ella reaccionó amarrando al hombretón y alzándolo sobre su espalda, haciéndole rodar hasta caer de espaldas al otro lado, completamente ido. Le lanzó una patada baja al último chico, que la esquivó saltando y lanzó un puño a la cara de la chica, que logró esquivar por los pelos. Mosqueada, ésta lanzó una serie de ataques con los puños. Ninguno dio en el blanco.
Justo cuando parecía que él iba a ganar, Himeka saltó y alzó el brazo, descargándolo sobre el cráneo del hombretón con un potente golpe de kárate, impulsado por la fuerza de la caída. El chico calló al suelo, y Himeka pudo comprobar que había perdido el conocimiento.
―Hmph. Los miembros de la brigada nunca se rinden ―declaró ella, orgullosa.
―¿De qué brigada hablas? ―se rió Saito, yendo hasta donde Himeka se encontraba.
―Déjalo, no lo entenderías ―contestó distraídamente.
Se giró para observar el panorama. Nueve chicos en el suelo: uno rodando y agarrándose la nariz, otros dos frotándose sendas partes magulladas del cuerpo mientras intentaban levantarse, otro sujetándose el brazo, y todos en general esparcidos por el suelo.
Saito se descolgó la guitarra del hombro y la acarició, haciéndole un arruyo.
―No te ha pasado nada, ¿verdad, bonita? Si es que aquí tienes a un gran y fiel amigo que te protegerá a costa de su vida...
Himeka rió incrédula ante aquello, y se giró de nuevo para encarar a su compañero.
―¿Qué querían exactamente, a todo esto?
―La verdad, ni idea ―contestó encogiéndose de hombros el chico, volviéndose a colgar la guitarra al hombro―. Ya estoy tan acostumbrado que se me olvida preguntar.
―Si es que eres de lo que no hay ―sonrió ella en respuesta.
―Pues igual que tú, hermanita otaku ―respondió Saito, revolviéndole de nuevo el pelo.
―¡Hey, quieto! Con lo que me costó ponerme la cinta...
―¡Pues toma más! ―dijo él, revolviéndole aún más el pelo ante las protestas de la chica.
Se oyeron unos pasos de tacones acercándose. Poco después, estos se detuvieron, y en su lugar se dejó oír una clara y potente voz.
―Alumnos del Sakuraba, supongo.
Los dos chicos alzaron la mirada con las sonrisas congeladas en el rostro, fijando la vista en una alta y esbelta mujer. Llevaba un traje anticuado, y tenía el pelo canoso recogido en un alto moño. Sus ojos oscuros les espiaban a través de unas gafas de lectura, furiosos.
―Ehmm... Sí, señora ―respondió Himeka, cautelosa.

*

Kohane llegó al instituto una hora más o menos después de haber salido de casa.  El lugar no estaba ni mucho menos cerca de su casa, como lo había estado su anterior centro, por lo que había tenido que tomar un metro en la estación, y aún así había tardado un buen rato en llegar.
Durante el trayecto hubo algo que le llamó la atención. Se sentía observada cada vez que hacía el más mínimo movimiento, y eso le disgustaba.
Había establecido como una de sus normas no invadir la privacidad de las personas, intentando hacer oídos sordos a las constantes llamadas de los pensamientos que sentía en su cabeza. Pero esa vez había decidido buscar entre aquellas voces a la persona o personas que la observaban.
Ya tenía la suficiente práctica como para que no le llevara la tarea más de un escaso minuto, y, tras ese tiempo, vio frustradas sus intenciones. Ningún pensamiento estaba dedicado a ella, y aquello la desconcertaba, pues aún sentía aquellos ojos clavados en su cuervo.
En un instante de lucidez bastante estúpido, se había dado cuenta de que podía buscar los ojos que la miraban tan fijamente, y se dio un golpe mental en la cabeza por ello. Aplaudiéndose en su fuero interno, evaluó las miradas de la gente, pero había demasiada como para poder ver con claridad.
Por supuesto, no descubrió nada.
Al final, se había bajado del metro sin haber llegado a ninguna conclusión.
Y, después de todo, allí estaba, frente a su nuevo instituto.
Kohane tuvo que admitir que el lugar imponía bastante. Se trataba de un edificio de cuatro pisos, con numerosas ventanas equidistantes y completamente iguales en cada uno de ellos. La fachada estaba construída con bloques de algún material color gris humo, aunque tal vez aquel color no fuera más que la marca de la gran contaminación de la ciudad.
A la entrada se podía ver un gran espacio libre, con algunos parterres de flores, y un camino de losas ocre, al contrario que las grises del pavimento, que conducían a la misma puerta del edificio, donde se abría para rodearla por completo. A su vez, la fachada delantera estaba precedida por una larga y continua maceta coronada con un seto de color desvaído, aunque lustroso.
La construcción remataba en una terraza, rodeada por una valla de unos dos metros de altura.
Kohane observó embobada todo el conjunto. Finalmente, un quejido muy cerca de su oreja la llevó de nuevo a la realidad. Se giró sobre sus talones para descubrir la procedencia del ruido, y observó llena de curiosidad una escena bastante curiosa. Una mujer alta y canosa, que imponía bastante, llevaba prácticamente a rastras a dos chicos, un chico y una chica, cada uno pillado por una oreja. El chico llevaba a la espalda un instrumento, tal vez una guitarra. Los dos se quejaban y se revolvían, incómodos por las miradas de todos sus compañeros, y el chico se volvió a quejar. La señora lo fulminó con la mirada en respuesta, y él bajó la vista.
Pasaron al lado de Kohane, y el chico reparó en ella. Se mostró sorprendido al principio, pero luego sonrió pícaramente y le guiñó un ojo, para después volver a gemir debido a un especialmente fuerte tirón de oreja. Kohane bufó y apartó la vista.
Desaparecieron por la puerta del centro.
Contuvo como pudo las ganas de atender a los pensamientos de aquel chico, completamente rabiosa. La campana de aviso ya estaba sonando, así que se recompuso y entró rápidamente en el recinto, preguntándose de repente a dónde debía ir.
Se encontró en un tablón justo a la entrada la respuesta a su pregunta. Unos grandes carteles anunciaban el reparto de alumnos en los cuatro grupos de cada curso. No le fue muy difícil encontrar su nombre, la habían asignado a la clase B.
Tampoco le fue muy difícil llegar al aula pues, para gran alivio suyo, había un mapa del instituto junto a los grandes carteles. Supuestamente ya debería haber visto todo el recinto, dos días antes, el día de la presentación, pero Kohane había optado por no ir.
Por lo tanto, todas aquellas personas que sí habían acudido –es decir, la gran mayoría-, se giraban sorprendidos al ver una nueva cara, la suya. Kohane, ya acostumbrada a muestras de interés, para bien o para mal, pasaba de largo a medida que iba siguiendo de memoria las indicaciones del mapa de la entrada.
Al fin dio con una puerta sobre la que un cartelito rezaba “1º B”, y se adentró en ella. De nuevo, todas las miradas se posaron en ella, tal vez demasiado intensamente, así que, a pesar de intentar ignorarlos, se apresuró a escoger un asiento en el que poder hundirse hasta pasar desapercibida.
Impulsada por las buenas vistas, decidió situarse al lado de la ventana. Se sentó justo al fondo del todo, en el único asiento que quedaba libre en aquella fila. De todas maneras, aquella situación le aventajaba, pues la gente debía hacer un gran esfuerzo para aparentar normalidad y al mismo tiempo girarse ciento ochenta grados para poder seguir atravesándola con la mirada.
Por eso, en seguida todos se olvidaron de ella y siguieron con sus respectivas conversaciones, ordenación del material, miradas ansiosas en busca de amigos... Sólo una persona seguía mirándola, desde la otra punta de la clase, última fila también.
Kohane dio un respingo al reconocer a aquella persona. Era el chico que le había guiñado un ojo hacía nada en la entrada. ¿Cómo había llegado allí tan rápido? Bueno, no había otra explicación que él no había tenido que consultar ningún mapa para llegar...
El chico se dio cuenta del examen mental de Kohane, y se dio la vuelta para mirarla a los ojos. Sonriendo, saludó con la mano apoyando la cara en la otra mano, despreocupado. Kohane giró la cabeza rápidamente, fríamente. Pudo ver por el rabillo del ojo cómo el joven se reía quedamente y volvía a su posición original, conversando despreocupadamente con un compañero.
Hablaba gesticulando ampliamente, y se reía con naturalidad ante las carcajadas de su amigo. Kohane se giró discretamente para poder observarlo mejor. Era guapo, de eso no cabía duda. Tenía el pelo rubio, y Kohane se preguntó si no sería teñido. Sus ojos eran azules, oscuros como la noche, y ella lamentaba cada milisegundo que se escondían detrás de los párpados cuando él pestañeaba.
Dándose cuenta de lo que estaba haciendo, se volvió a sentar recta rápidamente y cogió un libro al azar, abrumada por haber sentido admiración por aquel chico. Suspiró con alivio al comprobar que no se había dado cuenta, aunque tal vez sólo estuviera fingiendo.
Rabiosa por prestarle tanta atención al joven, sacó un lápiz y una libreta de su cartera y se puso a garabatear en una hoja, dejando una marca en el papel del curso de la mina.
Al fin, justo cuando la afilada punta del lápiz se partió en dos, dejando una marca más oscura en el papel, apareció la tutora por la puerta.
Era su profesora de lengua, y se dirigía a los alumnos con brusquedad y soberanía. Su simple mirada ya imponía, por lo que, en cuanto entró, cada alumno se encontró de repente con el asiento perfecto para empezar el curso, y ya estaban sentados cuando la señora tomó asiento también.
Las clases pasaron como un suspiro para Kohane, pero a la vez irremediablemente lentas, con el golpe sordo de la aguja segundera grabada a fuego en su memoria, poniendo a prueba su paciencia. Un profesor tras otro fue pasando durante más de cinco horas, demostrándoles en aquella primera clase por qué pensaban que su asignatura era la más importante del curso.
Todos se presentaron, y de todos olvidó Kohane sus nombres y caras en cuanto cruzaron la puerta. Carecían de importancia, y ya se acostumbraría a ellos con el tiempo, como en su anterior centro.
Cuando al fin sonó el timbre del final de las clases, los alumnos sonrieron aliviados. El último profesor, el tímido maestro de historia, se despidió con dos palabras quedas que se perdieron con el griterío del alumnado, y se marchó. Kohane se estiró como un gato perezoso en su asiento, agotada tras ocho oras sentada en la misma silla, dado que no se había movido ni en los descansos.
La gente charlaba emocionada en su mayoría de a qué clubes se unirían, mientras salían del aula en grupos de dos o de tres, mientras otros quedaban con sus amigos, se pasaban apuntes... Kohane empezó a recoger sus cosas con parsimonia, a pesar de las ganas que tenía de llegar a casa.
―Hola ―la saludó alguien, desde algún punto cercano a ella.
Kohane alzó la cabeza, suponiendo quién sería.
Se encontró cara a cara con el chico que había estado en su mente, muy a su pesar, a lo largo de toda la jornada. El joven le sonreía mientras la miraba penetrantemente con aquellos ojos oscuros. Estaba recostado contra la pared, en una pose casual.
―Hola ―respondió ella, cortés pero fría, y siguió recogiendo.
Cerró su maletín con un “clic”, y se levantó de su asiento.
―¿Cómo te llamas?
Kohane se giró, rabiosa. Él no se había movido del sitio, seguía con los brazos cruzados en el pecho, y ahora sonreía burlón.
―Tsubaki Kohane ―casi susurró ella.
―Un placer ―inclinó la cabeza, parodiando las normas de cortesía japonesas―. Yo soy Toriyama Saito. Puedes llamarme Saito.
―Un placer, Toriyama ―dijo Kohane, dando media vuelta de nuevo para salir de clase.
―¡Espera! ―exclamó Saito, posando su mano sobre el hombro de la chica.
Ésta se giró, encarándose a él de nuevo, y lo miró fijamente. Más bien, lo perforó con la mirada.
Saito la soltó inmediatamente, y su expresión se congeló. Bajó la vista abrumado, con los ojos abiertos por un pánico repentino, para después volver a alzarla confundido. Cuando se volvió a encontrar con la mirada extrañada de Kohane, su rostro se tiñó de alivio.
Kohane volvió a sentir la necesidad de escuchar los pensamientos de alguien por segunda vez en ese día. Era muy difícil no prestarles atención cuando podía oírlos y quería, mas ella misma no se lo permitía. Se quedó quieta, lidiando con sus propios pensamientos, hasta que al final dio media vuelta, aturdida, y se marchó.
―¡Hasta mañana! ―la despidió Saito, y después añadió para sí― ¿Qué fue eso?

Esta vez, en el tren no sintió ninguna mirada incómoda que evitar, ni ninguna presencia extraña. En contra de su buen juicio, hubiera deseado sentirla de nuevo, para poder ubicarla de una vez. Pero era mejor que la hubieran dejado en paz, fuera quien fuese.
Fuera hacía mucho viento, y parecía que iba a llover, por lo que Kohane optó por recorrer el tramo que le quedaba hasta su casa corriendo. El pelo se le revolvió en contacto con el aire, y le recordó a la sensación de volar. Deseó en aquel momento poder volver a hacerlo, poder volver a surcar aquel cielo que ahora aparecía cubierto, y ver los puntitos que eran las personas. Pero, en aquel momento, sus alas no eran más que un inútil estorbo al que, junto a su brillo, ya se había acostumbrado.
Al fin llegó al portal de su edificio sin que le lloviera encima, con el aliento entrecortado y el cabello revuelto. Se lo alisó con los dedos a modo de peine como pudo, y entró en la planta baja. En vez de dirigirse a las escaleras como estaba acostumbrada, eligió el ascensor, sintiéndose tonta por aquellos arrebatos que le daban, pero, ¿qué mas daba? Con un movimiento fluido, se introdujo en él justo cuando sus puertas se cerraban, y pulsó el botón del piso en el que vivía.
Para un gran alivio para sus nervios, no sufrió ningún nuevo ataque en el ascensor, y eso le dio nuevos ánimos. Tal vez no fuera tan malo aquello de haberse vuelto... “diferente”, eligió la palabra con cuidado. Aquello le hizo cavilar sobre en lo que se había convertido, mientras se abría paso a su casa mediante la llave que guardaba en el bolsillo de la chaqueta.
Cerró la puerta cuidadosamente tras de sí y avanzó a través del pasillo. Su padre no se encontraba en la casa, o ya habría aparecido a recibirla. Eso le extrañó, porque su padre se había mostrado muy emocionado con respecto a su primer día de clase. Encogiéndose de hombros, se dirigió a su habitación.
Una vez allí, se dio cuenta de lo cansada que estaba. Dejó la cartera en la silla que tenía al lado del escritorio, y se tiró literalmente en la cama, dejándose caer.

En la posición en la que se quedó fue en la misma que se despertó unas horas más tarde, tal vez sólo unos minutos. Sus ojos somnolientos escudriñaron la oscuridad en busca del objeto de su perturbación repentina.
Se había hecho de noche ya, y los muebles de madera artificial presentaban un aspecto siniestro.
Kohane sintió un escalofrío entonces, y se dio cuenta de que la ventana que daba a un pequeño balconcito estaba abierta. Tiritando, se levantó trastabillando, cosa poco corriente en ella, y fue a cerrar la puerta de cristal.
Una cegadora luz le dio de lleno en los ojos, y descubrió a la luna en mitad del cielo. Preciosa, grande y hermosa, la miraba desde su punto inamovible del cielo, irradiando luz blanca y pura. A pesar del frío, salió al balcón para poder verla mejor.
Sintió otro escalofrío, y una presencia helada. Fue entonces cuando lo vio.
Estaba detrás de ella, justo al lado de la puerta-ventana, ¿cómo había podido no verlo? Kohane le dio al espalda lentamente a la hermosa luna para encararse a aquel ser. Desde la segura sombra de su posición no podía verle la cara, aunque sus ojos sí relucían con la luz del satélite. Eran rojos... No, azules. Azules casi blancos, casi como el color de la luna, se dijo Kohane.
Aquella confusión de colores no era normal, se dijo Kohane.
Había pensado todo aquello en menos de medio segundo, y seguía aguardando a que él reaccionara.
Al fin, salió de las sombras. Kohane contuvo el aliento. Dio dos pasos, lentos, golpeando el suelo como si se estuviera burlando fríamente de ella, y dejó que le bañara la luz.
Su expresión era burlona y penetrante, como si se estuviera divirtiendo con la escena. Más bien, estaba claro que disfrutaba mucho. Tenía el pelo negro, en mechones desiguales revueltos por el viento, sin ningún control, pero con un toque hermoso que no comprendía. Su tez pálida producía un claro contraste con su pelo, pero incluso aquello era bello. Era alto y estilizado, y a su espalda...
Dos chorros de luz negra.
Kohane parpadeó, y éstos desaparecieron.
Temblaba, no sabía si por el frío o por la presencia del joven. Se abrió paso a través de su garganta seca, y habló:
―¿Qué eres? ―su voz no fue más que un susurro ronco.
El ser se rió quedamente. Su voz era bonita también, pero había un deje peligroso en el tono.

Capítulo 02: Un miedo que te paraliza

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Un miedo que te paraliza


Antes de que el tiempo le permitiera a Kohane adaptarse a la nueva sensación, su puerta se había abierto de golpe para dar paso a su padre, asustado y angustiado. Cuando la había visto arrodillada en su cama había sentido un gran alivio, pero eso no había impedido que la chica se hubiera llevado una buena regañina.
Era normal, dado que su padre no había visto llegar a su hija a casa, seguramente porque directamente no había ocurrido. El punto bueno del asunto era que su padre no parecía fijarse en sus alas, ni en el destello perlado del cuerpo de Kohane, muy sutil frente a la luz. Le sorprendió lo rápido que había dado con la explicación. Seguramente, aquellas alas estaban hechas de una energía para la que los humanos no tenían sentidos, al igual que los pensamientos, que tan fuertemente podía sentir emanando de su padre.
¿En qué se había convertido? A aquello sí que no tenía respuesta. Sin embargo, era algo más que humana, dado que podía sentir cosas que no había sentido nunca, al igual que aquella Venus. Cayó en la cuenta entonces de que Venus era el nombre de un dios en la mitología griega. Exactamente una diosa, la diosa del amor. ¿Sería realmente ella? No tenía respuesta a esa pregunta.
Pero, si se había convertido en algo parecido a Venus, se había convertido en algo parecido a una diosa. Aunque más bien, a Kohane la imagen que daba se le asemejaba a un ángel, con alas blancas de pájaro.
Se encontraba en ese momento sentada en la mesa de la cocina, frente a frente con su padre, desayunando tranquilamente.
Vivían en un sencillo y moderno piso en una de las zonas más concurridas de Tokio. El edificio contaba con diez plantas, y ellos se encontraban en el más alto de todos. Podían acceder rápidamente a la azotea a través de unas escaleras situadas en el rellano del piso.
La casa contaba con todas las comodidades de una casa normal. Un pequeño recibidor, de estilo occidental, desde el que se podía acceder a un amplio y confortable salón y a la cocina. También tenía un acceso al pasillo principal, en el que había sendas puertas a izquierda y derecha, con acceso al baño, al dormitorio de su padre, a su dormitorio y al aseo, de estilo oriental. Las paredes y los muebles eran en su gran mayoría sencillos, de color blanco que transmitía una sensación de estabilidad y tranquilidad. No había casi ningún cuadro ni objeto decorativo, sólo un pequeño altar dedicado a su madre muerta en un lado del salón.
Explícamelo otra vez ―exigió su padre.
―Me perdí… Y… acabé en el puente… Llegué muy tarde, por eso no quise despertarte.
―¿Y qué hacías arrodillada en tu cama, así, con aquella expresión? ―su padre frunció el ceño.
Kohane podía percibir todas las emociones e ideas que irradiaba su padre. Miedo, inquietud, una idea que le llevaba a algo que sólo se le ocurriría a una imaginación desbordada sin límites, no apta para menores, otra vez miedo, y preocupación, preocupación por su hija.
Ella se enterneció al notar aquello, sabiendo lo mucho que había sufrido su padre desde la muerte de su madre. Había tenido que cogerse otro trabajo, y no daba abasto, siempre estaba hasta arriba. Aún así, siempre tenía tiempo para dedicarse a su hija, y preocuparse por sus problemas. Y así se lo pagaba ella, con un intento de suicidio.
En su fuero interno, agradeció mil veces a aquella Venus el haberle salvado. Entonces, repentinamente, una sola idea fuertemente pensada, en forma de palabras, llegó a su mente.
»De nada…
La había oído. Miró hacia arriba sobresaltada, pero no vio ninguna lucecita por ninguna parte. Supuso que, allá donde estuviera, estaría pendiente de ella. Se sintió protegida, y eso la reconfortó.
―Me tengo que ir a clase o llegaré tarde ―anunció Kohane, mirando su reloj.
―¡Pero si es prontísimo!
―Lo sé ―respondió sin más.
Caminó hasta el aseo, donde había un pequeño tocador exclusivamente para ella, dado que su padre tenía su propio baño en su habitación. Abrió uno de los cajoncitos de madera bellamente labrados (era la única parte de la casa con muebles de madera) y cogió un peine con empuñadura de marfil.
Aquel había sido un regalo de su madre, hacía mucho, mucho tiempo. Se lo había dado porque sabía la pasión que su hija sentía por la luna, y había dicho que el mango parecía la luna, pero sin su luz.
Llevada por sus recuerdos, se fue relajando poco a poco, inmersa en un momento feliz. Entonces, sus alas se difuminaron repentinamente.
Vio en el espejo lo que acababa de pasar, y en el acto se sobresaltó. En el mismo instante en que abría los ojos con sorpresa, las alas volvieron a su opacidad inicial.
Qué extraño… pensó. Intentó buscarle una explicación a aquello, porque estaba claro que la tenía, debía tenerla.
Justo cuando se había sentido relajada, las alas habían desaparecido. En cuanto notó que algo no iba bien, habían vuelto a aparecer. Tal vez se tratara de un mero hecho de control. Al fin y al cabo, estaban hechas de energía, de su energía.
Intentó concentrarse y hacerlas menguar. Para ello, visualizó momentos felices transcurridos con calma junto a su fallecida madre. Momentos felices y relajados.
Y funcionó.
Poco a poco, aquellos objetos de luz fueron desvaneciéndose hasta desaparecer por completo en su espalda.
―¡Oh! –exclamó, perdiendo la concentración de golpe.
Volvieron a mostrarse, iluminándola de nuevo.
Bueno, eso era todo lo que podía conseguir de momento. Se prometió a si misma que practicaría, con el fin de evitarse problemas. Que su padre no se hubiera fijado en las alas no significaba que nadie pudiera verlas.
Volvió a coger el cepillo y decidió pasárselo por el pelo después de mucho tiempo sin hacerlo. Sus tirabuzones se desenredaban poco a poco, volviendo a su posición original. Se lavó la cara a conciencia y revisó las ojeras. Habían desaparecido.
¿Por qué hacía todo eso? Quién sabía. Tal vez se tomara más en serio de lo que pensaba todo lo que le había dicho Venus el día anterior.
Recogió la cartera de su silla, del mismo sitio donde hubiera estado si ella la hubiera dejado caer allí al llegar de clases, sin tocarla. Pero no era la ocasión, pues ella no había vuelto a casa por su propio pie.
Antes de salir por la puerta, cogió una cazadora e intentó pasársela por encima de las alas, haciendo esfuerzos de concentración para hacerlas más pequeñas, pero ésta pasó limpiamente a través de ellas, como si de dos fantasmas se tratara.
Dejó la cazadora en su sitio con un suspiro decepcionado, pues en realidad no la necesitaba para nada más que para tapar las alas. Pero nada, no había manera.
Se despidió de su padre intentando mostrarse normal, es decir, todo lo normal que había sido el último año, que era poco, y salió de casa.
Pulsó el botón de llamada del ascensor, y éste se abrió con un ruido metálico. Estaba vacío.
Entró en él y pulsó el botón de la planta baja. Se volvió a cerrar con otro sonido metálico, y comenzó a descender traqueteando suavemente.
De repente, las luces de la cabina se apagaron, para volverse a encender de nuevo. Parpadearon otra vez, al igual que había parpadeado Venus antes de desaparecer, y Kohane deseó con todas sus fuerzas que no pasara lo mismo.
Contra todo deseo, las luces se apagaron, y el ascensor se detuvo de golpe con un traqueteo sordo.
Kohane soltó una exclamación ahogada y se pegó contra la pared, asustada. Miró hacia la oscuridad, pero no había exactamente oscuridad. Una intensa luminosidad era despedida de alguna parte detrás de ella, para perderse en las paredes del aparato.
Miró hacia atrás, visiblemente aliviada, pues lo que más temía ella era la oscuridad, y comprobó con sorpresa que era ella misma quien emitía la luz.
Claro… Pensó. Venus ya me lo había dicho… Que tenía mi propia luz, o algo así.
Se sonrió, más o menos satisfecha con la situación. Sólo tenía que aguardar a que alguien se diera cuenta de que el ascensor no funcionaba, y la sacarían de allí.
Pero entonces, un extraño sonido volvió a hacer crecer su inquietud. Parecían pasos, pero no podía ser. Aquel lugar era demasiado concurrido como para permitir a una persona caminar tanto sin ser visto. Entonces… ¿dónde?
Un paso, y otro, y otro más. Una siniestra sombra salió de la oscuridad, caminando tranquilamente, con las manos en unos supuestos bolsillos. A pesar de la luz que irradiaba Kohane, no alcanzaba a ver a aquel ser. Ni siquiera sabía distinguir si era humano.
Un paso más, y se paró en seco.
»Te encontré, pequeño ser luminoso ―dijo la sombra, con una voz sobrenatural, muy parecida a la de Venus. Pero, por desgracia, más siniestra también.
―Quién… ¿quién eres? ―murmuró ella, temiendo hablar más alto.
»Ha sido muy estúpido por tu parte mostrarte de esta manera, pequeña.
Kohane no era capaz de hablar. Sentía un terror irracional y, contra todo pronóstico, temblaba violentamente. Aquel ser estaba hecho de oscuridad. Por mucho que su luz lo alcanzara, no conseguía iluminar ni un solo mechón de pelo, si es que lo tenía, claro.
»¿Tienes miedo…? ―se burló la presencia, juguetona―. Eso está bien, es una buena reacción. Aunque un poco anticipada…
Ante aquella sensación de pánico, sus alas se hicieron más luminosas, buscando la luz, cubriéndola y protegiéndola. Pero aquello no era suficiente.
Su miedo creció aún más cuando, por un instinto desconocido, buscó el intentar oír los pensamientos del ser. No los oía, no era capaz. Su confusión iba en aumento, y su única protección eran unas débiles alas que incluso una simple cazadora podía atravesarlas.
»Te diré una cosa, pequeño ser luminoso ―la presencia se acercó, cerniendo toda su oscuridad sobre Kohane, que gimió, angustiada―. No sé cómo lo hiciste ayer, pero esto no te lo perdonaré nunca. Tan cerca… Estaba tan cerca por fin de lograr mi objetivo, cuando de repente ya no estabas. Es más ―añadió, cayendo en la cuenta―, ni siquiera deberías haber despertado tu poder.
A Kohane le dio la impresión de que la estaba fulminando con la mirada. Tragó saliva intentando dominar su pánico, y en parte lo consiguió.
―No… no fui yo ―intentó que su voz sonara segura―. Fue… Venus…
»Claro… Venus. Tiene sentido. Siempre te tuvo demasiado cariño. Debería enfadarme  con ella, entonces ―dijo, alejándose un poco de Kohane, aflojando su presión de oscuridad―. Pero, desgraciadamente, tú también tienes que morir hoy.
―No ―musitó Kohane, horrorizada.
»Lo siento de veras, no me lo tengas en cuenta. Pero es que… Esto es todo tan aburrido…
¿Cómo podía decir aquello con tanta tranquilidad, que la mataba porque se aburría? Vio aturdida cómo la sombra desaparecía. Eso le dio unos segundos de gracia para pensar.
Por desgracia, antes de que Kohane se hubiera recuperado, oyó un chirrido sospechoso.
Miró hacia arriba mecánicamente, temiéndose lo peor. El ascensor se balanceó un poco.
Otro chirrido, y el ascensor se inclinó peligrosamente.
Estaba cortando los cables. ¡No!
Repasó rápidamente todo lo que sabía sobre cómo salir de un ascensor. Acercó un ala desesperadamente al comando de mandos para ver mejor y presionó con desesperación el botón de abrir puertas, pero nada sucedió. Volvió a darle, pero sabía que las puertas no se abrirían.
Tenía su gracia la situación, pensó macabramente Kohane. El día anterior se tiraba desde un puente para morir, y al día siguiente pugnaba desesperadamente por sobrevivir a la situación.
Miró hacia arriba de nuevo, deseando con todas sus fuerzas que las películas no se hubieran inventado aquellos detalles sobre ascensores.
Estirándose todo lo que pudo, alcanzó a tocar la plataforma sobre la que se encontraban las luces. Dio un brusco tirón, y ésta se desprendió, dejando ver el techo de la cabina de verdad.
Apoyó como pudo la plataforma luminosa en el suelo, de manera que le sirviera de elevadora. La colocó diagonalmente sobre la pared, y posó un pie sobre el fino borde que entraba en contacto con la pared. Asegurándose de que no se movía, posó el otro pie, en precario equilibrio.
Alzando sus alas hacia el techo, tanteó en él hasta que dio con lo que buscaba. Una trampilla.
Otra sacudida
―¡Gyah! ―gritó Kohane, cayendo al suelo.
Sin tiempo que perder, volvió a levantarse y se subió de nuevo en su improvisada escalerilla. Volvió a encontrar la trampilla, y la empujó con todas sus fuerzas. Nada.
Volvió a empujarla, cambiando de posición las manos, y esta vez se descolocó hacia fuera.
Con una sonrisa triunfal dejó la tapa apoyada sobre el exterior de la cabina y, pegando un saltito, se amarró al borde del agujero.
Aleteó por instinto igual que un niño patalea al subirse a algo, y al final logró colarse por la abertura.
Se incorporó tambaleándose, agarrándose fuertemente al grueso cable que sujetaba el ascensor. Su primera reacción fue buscar al ser de oscuridad, pero no lo vio por ninguna parte.
Sin embargo, sintió otra sacudida acompañada de otro chirrido sospechoso, y notó cómo el cable grueso descendía unos milímetros.
Buscó desesperadamente algo, cualquier cosa, con la mirada, y encontró su salvación en una escalerilla de metal amarrada a la pared. Corrió hacia ella y, un segundo antes de que el ascensor se precipitara hacia la nada, puso una mano sobre uno de los peldaños.
Se quedó colgando en el vacío, únicamente amarrada a aquella vara de metal. Posó con todo el cuidado del mundo un pie en otra vara, más abajo, y así hizo también con la otra mano y el otro pie, quedando fuertemente asida a la escalera.
»¿Crees que todo va a ser tan fácil? ―le preguntó aquella voz, repentinamente cerca de su oído.
―¡Ah! –chilló Kohane, apartándose de la presencia.
Las piernas le fallaron, al igual que las manos, y en un segundo se vio cayendo hacia una muerte segura.
El ser se rió, dejando a la gravedad acabar el trabajo.
No, no, ¡no! Esto no va a acabar así, pensó Kohane, apretando la mandíbula. Piensa en algo, piensa…
Súbitamente comenzó a agitar sus alas, deseando que al menos el aire no fuera capaz de atravesarlas.
Y lo logró.
Se vio flotando en aquel estrecho túnel, aleteando inestablemente, arriba y abajo, arriba y abajo.
»¡NO! ―gritó el ser, furioso, y se abalanzó sobre ella.
Kohane chilló, y sus alas la impulsaron hacia arriba, más arriba, más arriba… Hasta que se vio fuera del edificio.
Por suerte, el ser, al intentar tirar el ascensor, había acabado con toda la estructura interna, por lo que el túnel conducía directamente hacia el exterior.
Se alejó todo lo que pudo de la boca de entrada, respirando entrecortadamente. No sabía por qué, pero tenía la impresión de que no la seguiría. Aún así, se aseguró de alejarse lo suficiente hasta estar completamente segura de que nadie iba tras ella.
Una vez a salvo, se posó suavemente en la azotea de un edificio. ¿Qué había sido aquello?

*

»Tsk ―murmuró aquel ser, recuperando poco a poco su esencia humana.
Se posó, al igual que Kohane, en la azotea de un edificio, pero en otro bastante alejado de la posición de la joven, para alivio de ella.
―¿Ya estás contenta, ahora que ha escapado? ―le preguntó a la nada― ¿Venus?
»Sí ―respondió una voz sobrenatural.
Apareció un pequeño puntito flotante luminoso, que pasaba desapercibido con la luz del ambiente.
»¿Qué pretendes, con todo esto? ―le preguntó ella, “audiblemente” mosqueada, dado que ver, no se podía ver nada.
―Lo sabes tan bien como yo ―respondió él, sacudiendo la cabeza para apartar el pelo de la cara.
»Te lo advierto, no permitiré que te salgas con la tuya. Sabes que Ella le tiene mucho aprecio a todo esto.
―Justamente por eso lo hago ―apuntó.
»Lo sé ―suspiró Venus―. Te estaré vigilando ―le advirtió―, Marte.
―Por dios, no me llames así. Ese nombre es horrible.
»¿Y entonces cómo quieres que te llame? ¿Por tu estúpido nombre humano?
El ser sonrió, y entonces ambos desaparecieron, una extinguiéndose, y el otro dejando una ráfaga de viento detrás.

*

Kohane aleteaba juguetonamente de un edificio a otro, cuidándose de no ser vista por ninguna de aquellas personas que caminaban pacíficamente por la calle, como diminutas hormiguitas. “Si hay un poder que no perderé nunca, será el de volar”, se dijo para sí misma, fascinada con cada pirueta.
Se rió histéricamente cuando alcanzó a una bandada de pajarillos, que huyeron asustados. Cuando su risa se sofocó, llevada por el viento, decidió que iba siendo hora de ir a clase, si no quería llegar tarde.
Exhaló pesadamente, haciendo un mohín. ¿Por qué tenía que ir a clase? Era una pérdida de tiempo. Pero, al menos, era su última semana en secundaria. Una semana más, cinco estúpidos días más, y ya sería una señorita de instituto. Podría empezar una vida nueva en un instituto nuevo, alejada de todos aquellos que no hacían más que estorbar en su escuela.
La única pega era el examen de acceso. Por supuesto, como muchos otros, había estado estudiando, pero, aún así, no sabía si le llegaría la nota para entrar en el instituto que quería. Tendría que pasar más noches en vela, se dijo a sí misma, pues el instituto que anhelaba era un gran prestigioso instituto, con una nota media muy alta.
Había estado permitiendo que su mente vagara demasiado, se dijo con un suspiro, evitando el verdadero problema. Tenía dos dudas existenciales:
Uno, ¿Qué era lo que le había pasado? ¿Cómo era posible que de la noche a la mañana, de repente, pudiera volar y sentir los pensamientos de los demás? No podía ser casualidad. Bueno, desde luego, recordaba perfectamente la conversación que había tenido con Venus, su salvadora. Aunque había llegado a pensar que había sido un sueño… Aquello era demasiada casualidad. Aún le costaba aceptar que podía saltar de una azotea a otra sin correr riesgo de morir. Pero, tras unas cavilaciones, decidió que lo más fácil era no pararse a pensarlo demasiado. Al fin y al cabo, era lo que había estado haciendo, y le había salido bastante bien.
Entonces, no podía evitar la segunda cuestión.
¿Quién le había atacado, y por qué? ¿Por qué Kohane debía morir?
Por desgracia, no había podido ver la cara de su persecutor. Estaba demasiado oscuro… Demasiado oscuro como para que Kohane pudiera no sentir un terror abrumador, se dijo con un escalofrío. Desde que era pequeña, la oscuridad le había producido un miedo irracional, contra el que no podía luchar ni siquiera cuando había gente a su lado. Era imposible de predecir, cómo podía reaccionar la chica. Tenía recuerdos de demasiados episodios desagradables. A lo único que se había tenido que acostumbrar era a la oscuridad de la noche, sola, en su cuarto. Pero ahora, pensó con alivio, tenía su propio resplandor. Eso le hacía ver de manera más positiva aquel nuevo cambio. Aunque tuviera en la parte trasera de la cabeza un zumbido constante de pensamientos alterados, felices, tristes, enfadados, emocionados…
Se llevó una mano a la cabeza con un quejido, demasiado concentrada de repente en todos aquellos pensamientos a la vez como para poder soportarlo.
Buscó desesperadamente algo con lo que distraerse. ¿Qué más fácil que sus propios pensamientos? Volvió a su segunda pregunta.
Estaba claro que la había dejado escapar, o no habría salido tan bien parada. Por lo tanto, debía estar preparada para un posible ataque. Había dicho que la quería muerta, que la quería muerta porque todo era muy aburrido. ¡Pues que matara a otra!, se dijo Kohane con enfado. Pero eso no podría permitirlo. La muerte era demasiado horrible, pensó recordando a su madre. No podía permitir que nadie volviera a pasar por lo mismo que había pasado Kohane al perder a su madre.
Pues, de todas maneras, era imposible que aquel ser cambiara de parecer en lo referente a darle caza.
Más le valía entonces aprender a usar todos los posibles poderes que pudiera, para poder defenderse. Empezaría a practicar aquella noche, se dijo. De momento, debía llegar a la escuela antes de que sonara el timbre y ya no pudiera entrar.
Se incorporó y volvió a volar entre los edificios, rumbo a su destino.
Se encontró con un grave problema. ¿Cómo iba a bajar sin ser vista? Estaba claro que una persona que aterriza de repente en medio del gentío no era algo corriente, y llamaría la atención. Se encontraba sobrevolando desde bastante altura la azotea del centro.
Pues claro…
Vigiló que no hubiera ningún estudiante despistado en la azotea y, furtivamente, aterrizó en ella. Corrió hasta la puerta que comunicaba con el interior, y se la encontró abierta, para gran alivio suyo.
Se coló rápidamente por ella y bajó los escalones de dos en dos, pasando por la puerta de su clase justo en el momento en el que se oía el timbre de inicio de las clases. Suspiró aliviada.
Alzó la cabeza, encontrándose con que todos la miraban. A ella. Recorrió su clase con la mirada, intentando adivinar qué era lo que pasaba.
¿No sería por las alas?, se dijo entones, asustada. Miró por encima de su hombro derecho, volviendo a mirar a sus compañeros después. No parecía que miraran eso. Entonces, ¿qué?
Cayó en la cuenta entonces de que podía “escuchar” fácilmente los pensamientos de todo el mundo. Le hizo un poco de caso al zumbido de la parte de atrás de su cabeza, y se encontró con pensamientos de asombro y sorpresa, así como de admiración. ¿Pero qué les pasaba?
Prestó atención a uno de ellos en concreto.
»¿Ésta es la misma persona que vimos ayer? Parece… parece diferente. Y desde luego lo está. ¿Se ha peinado? ¿Cuánto hace que no se peina? Y ha cogido otro uniforme diferente, sin los rasgones… ¿Qué le habrá pasado?
Kohane se llevó una mano al pelo inconscientemente, sorprendida de que cada pelito siguiera en su sitio después de la sesión de cacería que había sufrido. Bueno, mejor, ¿no?
Así que se debía a eso. Todos la miraban porque se sorprendían de su cambio de imagen. Perpleja, caminó con su natural encanto hasta su asiento, donde se sentó sin mediar palabra con nadie. Los demás, aún sorprendidos, volvieron a lo suyo y la dejaron en paz, no como harían de costumbre.
El resto del día sucedió sin más incidentes. No hubo insultos, ni malas palabras, ni bromas graciosas. Kohane no podía evitar pensar que todo fuera culpa del nuevo cambio que acababa de experimentar, y no le encontraba el punto bueno al asunto. Que todos se comportaran bien con ella solamente por el asunto de la magia, era algo que no quería que pasara.
Durante el descanso, Kohane se dirigió a los aseos. Allí, se miró en el espejo, buscando algún indicio de algo especial, algo nuevo, algo diferente. Pero no había nada, nada que pudiera apreciarse a simple vista. Molesta, se fijó en que las alas seguían allí, brillando tras su espalda, cascadas de luz. Las sacudió como si con eso pudiera quitárselas, pero, por supuesto, no sucedió nada. Le aliviaba que nadie las hubiera visto, pero le molestaba de todas maneras tenerlas en la espalda. Lo único bueno que tenían era que podía volar con ellas.
Y aquello lo había descubierto gracias al ataque que había sufrido. Todavía sentía la adrenalina corriendo por sus venas, haciendo que su tensión se mantuviera rápida, con el pulso a cien. Observó entonces sus mejillas sonrosadas, probablemente producto de lo acelerada que se encontraba. Aquello no era bueno, se dijo, e intentó calmarse un poco. Pero no era capaz.
Había sido la primera vez que se encontraba en una situación como aquella, y lo había pasado muy mal. Ahora que estaba sola y fuera de peligro, podía permitir que todo el terror acumulado la invadiera. Sus manos se agarrotaron sobre el lavabo, presas de convulsiones, y jadeaba. Pero no permitió que el ataque de pánico fuera a más. Debía se fuerte, era lo que se decía siempre. Ser fuerte y seguir siempre adelante. No importaba las veces que se cayera, siempre que se levantara, ¿no?
Kohane temía que se iba a tener que levantar aún unas cuantas veces más.