miércoles, 27 de enero de 2010

Capítulo 01: Despertar

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Despertar




Nos hallamos en Japón, el mundo de la tecnología. Aquí, las ciudades son amasijos de aparatos electrónicos y luces exóticas. Millones de puntitos negros de cabezas que caminan en una misma dirección.
La capital de este país es Tokio, la ciudad probablemente más bulliciosa del país, si no es Osaka.
En este país, hay un instituto llamado el instituto Sakurai. Y en él, está Ella.

Dos alumnas vestidas con el uniforme del instituto, jersey de lana por encima, y falda extra-corta, cuchicheaban pegadas a la ventana abierta, como si el viento primaveral fuera a llevarse la maldad de aquel acto.
-Mírala, ahí sentada como si no hubiera roto un plato en su vida.
-¿Cómo se llamaba? Tenía un nombre que aparece en un manga… Ah, sí. Tsubaki Kohane.
Una muchacha de quince años se encontraba en ese momento recogiendo sus cosas en su pupitre. Cogía una libreta mecánicamente y la metía sin prestarle atención en la ya rebosante cartera. Cogía otra, y hacía lo mismo. No le prestaba atención al movimiento, había perdido todo interés para ella.
Sus cabellos eran de bronce, resplandecientes con el sol, y se ondulaban majestuosamente en hermosos tirabuzones hasta la altura de sus delicados hombros caídos. Tenía la piel pálida, como si hiciera mucho desde la última vez que había dormido, y las ojeras que marcaban sus ojos constataban este hecho.
Todos sus rasgos, unidos a aquellos sorprendentes ojos como esmeraldas en la noche, le daban aspecto de muñeca de porcelana. Tan frágil y hermosa como una de aquellas cáscaras inertes de ojos enormes.
Kohane tosió repentinamente, y una hoja suelta de sus apuntes garabateados salió despedida hacia delante, ondulándose con gracia. Ella se levantó silenciosamente, con la cabeza gacha, para recogerla. De nuevo mecánicamente.
Aquellas dos cotillas rieron malintencionadamente, y siguieron con sus comentarios satíricos.
―Se cree que tiene derecho a existir. Alguien tan extraño como ella ―dijo una, dirigiendo una mirada de soslayo hacia Kohane.
―Ya. Con lo borde que es… Sólo con acercarte ya te fulmina con la mirada. ¡Da miedo!
―Y aún más desde que, según se dice, murió su madre misteriosamente…
Kohane se envaró repentinamente y, agarrando al vuelo su cartera, abandonó la hoja de apuntes perdida y salió de la sala todo lo rápido que pudo. Total, aquella hoja no le serviría para nada.
Las cotillas rieron ante su reacción; era exactamente la esperada.
Kohane caminaba en línea recta a través del pasillo, en dirección a la salida. La cartera fuertemente agarrada contra el pecho, en un acto reflejo, pues ya había tenido suficientes malas experiencias. Lo único que tenía en mente era salir de allí, como aquellas muñecas de porcelana, que no piensan en nada. Ella se sentía igual de vacía por dentro.
Miró el reloj sin saber por qué, dado que ya no le importaba qué hora fuera, ni siquiera qué día fuera. Iba absorta intentando descifrar el misterio de la hora que era, y de si estaría correcta, cuando chocó contra alguien.
Se frotó ausentemente la nariz, que había impactado contra el hombro de alguien, bastante alto. Alzó la vista temiéndose lo peor, y se encontró con un rostro masculino confundido y asqueado por el encuentro y el contacto.
Sus compañeros soltaron risillas por lo bajo, mientras él se sacudía el hombro como si le hubieran tocado con una babosa. Después, se inclinó como si le costara un esfuerzo enorme hacerlo y dijo, con un notable desprecio:
―Discúlpate y desaparece.
―Perdón ―respondió ella como quien le dice a alguien que no tiene fuego por la calle, y después obedeció la segunda orden.
Espera, espera –la retuvo él, poniéndole la mano en el hombro. Debía de ser muy importante lo que tuviera que decirle como para permitirse el tocarla.
Kohane se dio la vuelta despacio, todavía amarrada a su cartera.
Él hizo un gesto con la mano, señalando el objeto que abrazaba, e indicándole que se lo entregara. Ella sabía lo que querían, y por eso lo estrujó aún más contra su pecho.
―No ―dijo, con voz fría como el hielo.
―¡Se pone chula! –corearon algunos del grupito de pijos.
El chico los hizo callar con otro gesto de mano.
―Si te pones difícil tendremos que pasar a las manos… ―dijo, haciendo crujir sus nudillos.
―Tú sólo inténtalo ―le provocó Kohane, con una sonrisilla indiferente, mostrando por fin alguna emoción.
―¡¡Serás zorra!! ―gritó el joven, perdiendo la paciencia.
Alzó el puño, preparándose para arrearle con él. Kohane se mantuvo en el sitio, quieta y serena. Incluso llegó a cerrar los ojos, como si le aburriera lo que veía. Eso desquició aún más al muchacho, que aplicó más fuerza de la que tenía pensada en un principio.
―Che, che, che… Alto ahí ―dijo alguien, completamente calmado.
Kohane abrió los ojos al notar que el puño del chico ya no se movía en su dirección. En vez de ver la mano, vio una libreta verde cubriendo su campo de visión. Extrañada, la apartó con un movimiento rápido, para comprobar que la sostenía una persona a la que recordaba vagamente dando clase de vez en cuando.
¿Es un profesor pasota? Se preguntó, viendo su camisa desabrochada y por fuera de los pantalones. Bah, qué más da. Siguió pensando, mientras el profesor los conducía hacia su despacho, pidiendo explicaciones cada dos por tres. Las tendría sólo si el chico estaba dispuesto a darlas.
Entraron los tres en el despacho, el maestro de último, y cerró con fuerza a sus espaldas. Con una mirada severa, les indicó que tomaran asiento, y eso hicieron. Él con desgana, hundiéndose completamente en la silla, y ella con gracia, de nuevo ausente, mirando al frente sin ver.
El profesor se sentó detrás del escritorio, juntando sus manos apoyadas sobre la mesa.
―Contadme qué ha pasado ―ordenó, mirando alternativamente a uno y a otro, severo.
El joven se mordió el labio, pensando en la menor cantidad de nanosegundos posibles una excusa creíble para librarse del problema. Kohane no dijo nada, simplemente miró al profesor, aguardando a que el chico hablara.
―Ella… Me dio una patada, muy fuerte, en la espinilla ―mintió aquel joven, gesticulando abiertamente para explicarse, haciendo muecas de dolor al tocarse el sitio indicado―. Yo le iba a dar una torta de colegui, no pensaba que usted pensara tan mal de mí, señor –añadió, mirando seriamente al docente.
La expresión de Kohane no varió ni un ápice, lo que no hizo más que corroborar la afirmación del muchacho. El profesor se pasó la mano por el pelo y dijo:
―Si eso es cierto, puedes irte ―la primera parte la dijo con un tono especial, como si en realidad dudara de la veracidad de su excusa.
El otro no se lo pensó dos veces y, sin despedirse ni nada, fue a salir rápidamente por la puerta, pero antes de salir dijo:
―Estará de acuerdo conmigo en que la agresión física en este instituto es un delito castigable.
―Por supuesto que sí, chico, por supuesto ―asintió el profesor.
El joven salió con una sonrisa mal disimulada de triunfo en el rostro. No había conseguido quitarle dinero, pero sí que había metido en un buen problemón a aquella paria.
Kohane dio un respingo involuntario cuando el chico cerró la puerta con todas sus fuerzas. El profesor bufó, molesto.
―Tsubaki, espero que tengas algo que decir en tu defensa ―dijo, arqueando una ceja.
Ella miró a otro lado, con expresión ausente.
―Ya veo que no. Eso, en un caso normal, significaría que es cierto lo que el chico dice. Pero le conozco, y también te conozco a ti, Tsubaki. Quería hablar contigo antes de que sucediera esto. En realidad ―añadió― todo el profesorado se ha puesto de acuerdo.
Kohane miró a los ojos al profesor, que retrocedió repentinamente, acongojado sin saber por qué. Había algo en aquella mirada… que no sabía qué era, pero no le daba buena espina. Decidió liquidar el asunto cuanto antes, cada vez más preocupado.
―Últimamente te vemos muy solitaria. No haces los deberes, no respondes a las preguntas que te hacen en clase, no hablas con nadie… Y mira tu uniforme ―señaló la ropa llena de rasgones y desgastada de la chica. Ella no dijo nada―. ¿Por qué le has hecho eso?
―No he sido yo ―musitó Kohane, con su voz dulcemente cantarina apagada.
―Hm ―asintió el profesor―. Lo suponía. ¿Hay algo que podamos hacer…?
Ni se dignó a hablar. Simplemente negó con la cabeza.
―Bueno… ¿Y hay algo que quieras contarnos…? ¿No? ―agregó, ante la nueva negativa de ella― Bueno, pues… Supongo que puedes irte ―finalizó, rascándose la cabeza.
La chica se levantó sin más, en un movimiento que muchas modelos admirarían, a pesar de haberlo realizado con una pasividad sin límites.
―Kohane ―la llamó el profesor cuando iba a atravesar la puerta, utilizando su nombre de pila. Ella se volvió― No lo hagas.
No se molestó en saber a qué se refería. Simplemente siguió su camino, y se incorporó de nuevo a su rutina, como si nada la hubiera alterado, andando a través del pasillo con la cartera nuevamente agarrada contra su pecho.
Esta vez nadie la molestó, aparte de las mal disimuladas risitas de desprecio y las intentonas de zancadillas por parte de algún que otro gracioso.
Salió por fin a la calle, y fue recibida por una ráfaga de viento helado, que le dio de lleno en la cara, desordenándole aún más los desordenados mechones de pelo. Un pétalo de una flor de cerezo se posó sobre su pelo. Lo retiró de allí y se quedó mirándolo, observando la belleza del objeto como si de un cuadro se tratara.
Estaban en primavera y los cerezos ya se hallaban en flor, a pesar del frío que hacía aquel día, despedida del invierno que se iba. Kohane adoraba aquella estación, todo se llenaba de colorido y belleza, flores por doquier.
Amaba todo lo bello, sobre todo las cosas de la naturaleza y, especialmente, las flores de cerezo. Tenían una belleza propia, algo creado por una fuerza superior que era el paso del tiempo. Ni un pincel ni pintura artificial. Sólo la naturaleza. Se guardó aquel hermoso pétalo en el bolsillo de la chaqueta, segura de que no se olvidaría de él jamás.
Echó a andar por aquel laberinto que era su ciudad, un laberinto de calles y callejones, edificios altos y ultramodernos y casas bajas unifamiliares, así como hoteles, restaurantes, tiendas, grandes almacenes… Sin saber cómo, se le hizo de noche buscando nada, y había llegado a uno de aquellos imponentes puentes que atravesaban el río.
Aspiró la brisa cargada de humedad, como si eso fuera a despejar algo su mente cansada. Una mente cansada a los quince años, pensó con ironía, sacudiendo la cabeza para quitarse el cabello de la cara.
Una mano se posó con rudeza en su hombro y le hizo girarse sobre sus talones, sobresaltada. Sus ojos abiertos de par en par registraron el rostro de un hombre, con sus labios curvados en una sonrisa juguetona. Su nariz registró un hediondo olor a alcohol, un fuerte olor a alcohol.
Kohane arrugó la nariz en respuesta a aquel estímulo, y miró a aquel hombre fríamente, preguntándose si se creía con derecho a molestarle.
―¿Cuánto cobras, guapa? ―le preguntó el señor, sonriendo más ampliamente.
Así que a eso se debía. Quería divertirse un rato. La había confundido con una de aquellas chicas quinceañeras que vagabundeaban por las calles en busca de alguna manera de ganarse algún dinero fácilmente. Lo cierto era que daba esa impresión, pero por ningún asomo la impresión se correspondía con la realidad.
―Te has equivocado de persona ―susurró, segura de que él la había oído.
Sin aguardar ninguna respuesta ni ninguna disculpa a cambio, anduvo hacia donde primero se le ocurrió: hacia el puente.
Éste se rascó la cabeza confuso, y, en contra de las típicas escenas manga, decidió que mejor aquel día cumpliría con su mujer, que le aguardaba inocentemente con un plato de comida caliente en la mesa.
Kohane agradeció aquella decisión y frenó su caminata al escuchar el ruido de pasos disolviéndose con el de las olas del río.
Se asomó a la barandilla del puente para poder ver mejor otra de aquellas bellezas naturales. Por desgracia, estaba todo demasiado oscuro para ver bien, y había demasiados barcos artificiales como para poder disfrutar al cien por cien de su hermosura. Aún así, no se movió de allí. Permitió que la brisa marina terminara por dejar hecho un asco su cabello, que llevaba sufriendo todo aquel día.
Respiró aquella brisa húmeda, cerrando los ojos para disfrutar al máximo de la sensación. Pero entonces, algo chocó contra ella y la tiró al suelo. Lo único que agradeció fue no haber caído al agua.
Qué extraño. Todos chocaban contra ella. ¿Sería un complot? Alzó la mirada para ver si la persona que había chocado contra ella tendría la decencia de pararse  y disculparse.
Se cernían sobre ella dos personas, de su misma edad. Vestían el uniforme de su instituto, pero a pesar de eso, Kohane no los había visto en su vida. Eran un chico y una chica.
El joven tenía los brazos cruzados, y sonreía con suficiencia y un ligero desprecio, mientras que la otra se reía por lo bajo, tapándose la boca con una mano como si le costara contenerse.
―Mira por dónde vas, estúpida ―le dijo el chico a Kohane.
Ésta se levantó y dijo:
―Me has golpeado tú.
La chica dejó de reír al instante, como si lo que Kohane había dicho fuera un enorme sacrilegio. El muchacho frunció el ceño.
―Yo te conozco ―¡milagro!―. Eres aquella a la que le murió la madre hará cosa de un año ―no tan milagroso.
―Hay gente que dice que la madre se suicidó ―apeló la chica, que no había intervenido más que para reírse, que volvía a pasárselo bomba.
―¿En serio? ―inquirió él, burlón―. ¿Sería por culpa tuya? Seguro, ¡no vales para nada! Una persona tan patética, tan estúpida y tan ignorada. Lo más probable es que le dieras tanta pena, que prefirió matarse antes que seguir sufriendo. ¿No te da vergüenza? ―la sonrisa suficiente había vuelto a su rostro―. Alguien así de cruel con su propia madre no debería existir ―concluyó.
Una repentina ráfaga de viento se interpuso en la conversación, y, en un segúndo, Kohane había desaparecido.
―¿Eh? ―exclamó la chica, confusa.
―Bah, ya ves que es rara, todo el mundo lo sabe. Al menos se ha ido de aquí, que era lo que queríamos desde un principio ―concluyó, seyándole los labios a la chica con los suyos propios, a la vez que le empezaba a sacar deliberadamente la camisa del uniforme.


Kohane corría por el paso peatonal del puente, con unas lágrimas traicioneras asomándole a los ojos, delatoras. ¿Cuánto tiempo hacía que no lloraba? Poco más de un año.
Desde la muerte de su madre.
Siguió corriendo, conteniendo las lágrimas lo mejor que podía. ¿Y qué si su madre había muerto por su culpa? ¡Había sido decisión suya, sólo suya, tirarse por aquel barranco! ¡Nadie le había obligado!
Pero en realidad, Kohane se sentía terriblemente culpable. Sabía perfectamente que la culpa del suicidio había sido, indirectamente, suya. ¿Qué otra razón para suicidarse que una hija que daba tantos problemas, tan extraña, de la que hablaban tan mal? Se sentía mal, porque su padre no la había culpado ni una vez, pero ella se sentía inmensamente culpable. No podía soportarlo, y lo que menos soportaba era que se lo recordaban.
Al fin, tras la muerte de su madre, una cruel condena se había cernido sobre la hija. Se había ido quedando poco a poco sin gente a su lado, gente que la apoyara cuando lo estaba pasando tan mal. Para lo único que le hablaban era para confundirla con una prostituta o para sacarle dinero. Despreciable.
Y así, sin saber cómo, acabó encima del bordillo del puente, mirando con temor al otro lado. Las aguas se mecían tranquilamente, ajenas a todo, ajenas a la vida. Por mucho que los humanos alteraran su curso, el río siempre llegaría al mar. ¿No se podía utilizar esa comparación con la vida? Por mucho que alguien se empeñara en retorcer y estirar la vida, ésta siempre tocaba su fin, inevitablemente. Por eso, ¿qué más daba que el curso de su río fuera corto? No se merecía que fuera largo, no después de haber sentenciado el de su madre.
Sin embargo, no pudo evitar alzar la vista al cielo. Allí estaba, la hermosa luna. Por encima de toda belleza sobrehumana, estaba la luna. Aquel astro celeste que brillaba con poderío, reflejo del sol. Aún así, era mucho más hermosa, pues ella arropaba con su calidez la noche, siempre ahí.
Aquella noche en particular estaba llena. Se preguntó si sería un augurio de algo, o nada más que una simple despedida a un río que tocaba a su fin. Lo más probable era que no fuera más que una absurda coincidencia.
Por un momento, le pareció entrever en las formas del satélite la cara de su madre. Otra lágrima silenciosa se unió a las anteriores, y resbaló hasta su mejilla, desde donde cayó lentamente al agua del río, perdiéndose en la oscuridad. Pronto podría reunirse con su querida madre, al igual que aquella gota de agua había regresado a su lugar de origen, el flujo continuo.
Respiró entrecortadamente, intentando no sentirse nerviosa. No había razón para estarlo, ni razón para sentir miedo. Todo ya daba igual.
Una figura fundida con la noche, apoyada en lo más alto del más alto de los picos del puente sonrió, triunfante.
Y así fue como Kohane saltó.


Kohane… Kohane…
Lo oía todo distorsionado, como si la hubieran sumergido en el agua. Le costaba abrir los ojos, como si una poderosa venda los cubriera. No podía articular palabra, como si le hubieran  robado la voz.
Con dificultad, intentó incorporarse. Cómo. ¿Estaba tumbada? Al hacerse esa pregunta, su cuerpo comenzó a trabajar con más precisión. Sí, estaba tumbada. Y alguien la estaba llamando, con insistencia.
Abrió los ojos a la luz, y se encontró rodeada por ella. Se incorporó, apoyándose sobre sus codos, y tuvo que guiñar un ojo, porque la potencia de la luz le cegaba.
¿Dónde estaba? Al hacerse esa otra pregunta, ya no tuvo ningún problema con ponerse en pie rápidamente, ni con escuchar perfectamente la voz que la llamaba. Ni tampoco necesitó cerrar los ojos ante la luminosidad.
»Kohane… Kohane…
―¿quién eres? ¿Dónde estás? ―preguntó ella, mirando a todos lados, confusa.
»Estoy aquí, pero tú no puedes verme.
―¿Eh?
»No me queda mucho tiempo, no tengo tanto poder como para permanecer mucho aquí. Si él hubiera accedido a hacerlo…
Kohane siguió buscando la fuente de aquella voz sobrehumana, misteriosa y cimbrante, hasta que dio con la fuente de luz. Y, según dedujo, también de la voz.
Una esfera luminosa, más bien un punto luminoso, como un pequeño sol del que no se alcanzan a distinguir sus contornos. Una luz blanca y pura, era lo que Kohane veía.
―¿Tú… tienes algo que decirme a mí? ―articuló las palabras despacio, temiendo no haber empleado el método correcto de dirigirse a él.
»Sí, y más te vale atender bien, porque no podré volver a repetir esto, probablemente, nunca más. El resto dependerá de ti.
La joven guardó silencio, atendiendo al o que aquel ser tenía que decirle.
»Para empezar, te he salvado la vida ―hizo una pausa, sintiendo la energía negativa que había comenzado a emanar del cuerpo de la joven―. Supongo que te molestará que me inmiscuya de esta manera, pero espero que algún día comprendas por qué lo hago. Ya te he dicho que no tengo mucho tiempo, no me pongas las cosas más difíciles. Aún por encima que he venido yo sola a ayudarte…
Kohane parpadeó varias veces, sorprendida ante que el ser había utilizado un adjetivo femenino. Era ella, entonces. O tal vez fuera Ella, con mayúscula. Más importante.
―Dis… disculpa… ―se atrevió a cortarla la chica.
»Dime.
―¿Cuál… cuál es tu nombre?
»Llámame simplemente Venus ―de haber tenido cara, seguramente hubiera sonreído amablemente―. Volviendo al tema que nos ocupa; te he salvado la vida porque no puedo permitir que él se salga con la tuya. Jamás sin tu consentimiento ―Kohane frunció el ceño, extrañada, pero guardó silencio―. Por eso, dado que veo que lo necesitas –y atiende muy bien-, te  daré una razón para vivir.
―¿Eh? ―preguntó ella, cogida por sorpresa.
»Obsérvate ―Kohane obedeció―. Tu cuerpo está cubierto de luz, más o menos igual que el mío. Tú brillas con luz propia, Kohane, no lo olvides nunca. Aunque muchos intenten extinguir esa luz, tú sobrevivirás, una y otra vez, volviendo a brillar como siempre, brillando como la luna.
―¿Como la luna?
»¿No te gusta la comparación?
―Al contrario. La luna es lo más hermoso que existe ―la corrigió Kohane.
»Lo que te iba diciendo… No puedo permitir que tu luz se extinga ni una vez más, porque entonces él habrá ganado. Y tú no querrías que eso sucediera. Aunque ahora no puedas recordarlo, es comprensible. No, no te preocupes ―se apresuró a calmarla Venus―. De tu mente humana no ha sido borrado ningún recuerdo, ni sepultado, ni ocultado. Toda tu vida terrenal sigue ahí metida, en esa cabecita. Y te aconsejo que la cuides muy bien.
Kohane asintió lentamente, digiriendo cada nuevo aporte de información. Brillaba como la luna, tenía más recuerdos que los que había experimentado en su vida, y tenía que cuidar su propio pellejo muy bien. Conclusión: era rara.
»¿Rara? Tú no eres rara, Kohane. Eres especial.
―¿Me has leído la mente? ―se asustó.
»No la he leído, la he escuchado.
Arqueó una ceja.
»Tu mente emite la información que procesa y la distribuye en forma de ondas. Ondas que no pueden ser captadas por los oídos. Pero yo, que se podría decir que soy energía en estado puro, tengo una especie de “oídos” que me permiten registrar esas ondas, y clasificarlas. Por suerte, puedo taparme esos “oídos” si quiero, pero no me suele hacer falta, dado que no suelo conversar con humanos. ¿Nunca te ha parecido que a dos personas se os ocurre algo a la vez, así sin más?
Asintió lentamente.
»Pues se trata de eso. ¡Pero no me distraigas más! ―”exclamó” de pronto, dado que no tenía voz exactamente―. Tengo que decirte esto, es muy importante. Hay un número de personas, un número que no necesito decirte, que están relacionadas muy íntimamente contigo. Podría decirse que esas personas las escogerás tú donde quieras y cuando quieras, pero el destino que nos dicta lo que ocurrirá ya ha sentenciado a esas personas, por lo que ya han sido escogidas. ―Kohane frunció el ceño de nuevo―. Mañana comprenderás todo mucho mejor, no te preocupes ―y lo frunció una vez más. Un sonido extraño fue emitido entonces, lo que podría clasificarse como la risa de un ángel―. Pues esas personas, tan íntimamente relacionadas contigo, necesitan algo de ti. Tú eres especial, y por eso puedes hacer cosas que los demás no pueden. Llamémosles “poderes mágicos”.
―Yo no quiero tener poderes mágicos –protestó ella.
»Ahí entran en juego esas personas. Lo que necesitan esas personas es que tú les transmitas parte de tu poder. Así, podrás librarte de esos “poderes” si así lo deseas, y todo solucionado.
―¿Y por qué exactamente tengo que hacer eso?
»¡Para vivir!
―No me parece que sea la única razón –observó.
Otra vez la risa repiqueteó como campanas sobrenaturales.
»Tan perspicaz como siempre. Pero si te digo de más, las cosas podrían venirse abajo… Dejaré que lo descubras tú sola…
La última frase se convirtió en un eco lejano, a medida que la intensidad de la luz iba perdiendo fuerza. Al final, tras un último latido por sobrevivir, la luz se extinguió, y la conexión se rompió.

Kohane se levantó sobresaltada en la oscuridad de su cuarto. Encendió la luz en el interruptor que se encontraba al lado de su cama, y no necesitó parpadear para acostumbrarse a la repentina luz.
Una parte de ella se estaba preguntando cómo había llegado hasta allí, y si todo había sido un sueño. Pero aquello podía esperar, pues la otra parte estaba sintiendo algo extraño. Se sentía diferente, poderosa, capaz de algo. Alzó una mano y pudo observar un tenue brillo mitigado por la luz de la lámpara.
Abrió los ojos con sorpresa. Escuchaba voces, miles de voces que entraban en su cabeza, como cuchillas. Pero no eran voces, eran ideas. Ideas de prisas, preocupación, excitación, relajadas…
Notó entonces algo extraño a su espalda. Se llevó una mano allí, pero no tocó nada. Haciendo un soberano esfuerzo para racionalizar la situación, miró hacia atrás a la vez que, inconscientemente, también movía aquello.
Dos alas perladas, translúcidas, nacían en su espalda a la altura de sus omóplatos. Eran alas hechas de luz, hechas de aquella energía que le cubría el resto del cuerpo y brillaba. Intentó sacudirlas, y éstas se movieron, acordes con sus pensamientos.
―¿Pero qué demonios…? ―se preguntó, presa del pánico.

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