miércoles, 27 de enero de 2010

Capítulo 03: Encuentros

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Encuentros


La última semana de clases fue lo más parecido a una vida normal que Kohane había vivido en el último año. No la saludaban al pasar, desde luego, pero se notaba sobremanera la ausencia de zancadillas, bromas pesadas, risitas y comentarios a sus espaldas, mal disimulados. Ella hacía como que no se había dado cuenta de nada, y seguía con su vida normal. No faltaron los raritos que intentaron hacerle un hueco en sus grupos, ahora que parecía menos rara, pero Kohane rechazaba sus invitaciones y seguía con su vida solitaria, taciturna.
Por otro lado, el misterioso hombre, si es que era algo parecido a aquello, no volvió a hacer acto de presencia. Ella agradecía aquel pequeño descanso, pero sabía que no duraría siempre. Él siempre la perseguiría, lo sabía, hasta que…
Siempre desviaba aquel pensamiento, sin la capacidad para afrontarlo directamente.
De todas maneras, Kohane no se quedó de brazos cruzados aguardando su llegada. Todos los días, antes de volver a casa, entrenaba en solitario en una zona en obras, abandonada, ya que habían tenido que detener la construcción por culpa de no-sé-qué rollo legal. Así que, de momento, tenía un lugar privado, libre de miradas indiscretas, para poder desplegar todo su poder; del que no podía presumir demasiado, ya que no había conseguido ni siquiera volver a volar. Agitaba sus alas y se concentraba todo lo que podía, pero no ocurría nada. Atravesaban el aire, igual que atravesaban cualquier objeto, igual que las vistas de los demás las atravesaban a ellas.
Kohane se sentía decepcionada consigo misma por aquello, y entrenaba duro día tras día. Un día, tras muchos esfuerzos, justo cuando pasaba por allí un camión pitando, sobresaltándola, había conseguido alzarse unos centímetros, pero había vuelto a caer al suelo, dándose un buen golpe contra el pavimento. No había vuelto a tener un buen resultado.
También había estado practicando a leer las mentes, y a distinguir los pensamientos de las distintas personas. En aquello había tenido mejores resultados, y ya era capaz de seleccionar entre todos los sentimientos un flujo en concreto, y encontrar gracias a él a su dueño. Le había costado su pequeño experimento algún que otro ceño fruncido, cuando la mirada de la persona en cuestión se encontraba con la de Kohane.
Todas aquellas prácticas habían hecho que Kohane se desatendiera un poco de sus estudios. Por eso, estaba un poco preocupada el día que fue a hacer las pruebas de acceso para su instituto. Pero, para su grata sorpresa, cuando salieron los resultados, descubrió que la habían aceptado. Y con muy buena nota, cabía decir, cosa que tampoco se esperaba. Su padre lo celebró con una botella de cerveza, que se bebió él solo. A Kohane le tocó brindar con Coca-Cola.
―Tampoco es para tanto, papá. Sólo me han admitido en el instituto ―rezongó la hija ante la alegría del padre.
―¡Pero qué dices! ¡Con lo que a mí me costó entrar en el instituto a la primera! ―le contradijo él, bebiéndose de un trago el último vaso de cerveza que quedaba.
El episodio finalizó con su padre en el baño, devolviendo. Si es que estaba cantado, se decía Kohane mientras le ayudaba a levantarse, mareado como estaba.
Su padre era un hombre muy jovial, o al menos lo había sido antaño. Tras la muerte de su mujer, la madre de Kohane, se había convertido en una sombra de lo que era. La única muestra de lo que había sido se veía cuando estaba con su hija. La quería demasiado, y deseaba lo mejor para ella. Era todo lo que le quedaba de su mujer, le había contado en innumerables ocasiones a Kohane, mientras ella escuchaba, emocionada, por eso se preocupaba tanto por ella.
Trabajaba en un pequeño taller, nada especial, en el que arreglaba aparatos viejos y otras cosas por el estilo. No ganaba mucho, pero se ahorraba un buen pellizco cuando algún aparato electrónico de la casa fallaba, pues los arreglaba él mismo. Se esforzaba mucho por que nunca les faltara nada y, a pesar de las insistencias de Kohane, nunca le había permitido a su hija trabajar una hora siquiera. Debía dedicar su tiempo a estudiar, decía. Después, cuando dejara los estudios, podría dedicarse a lo que quisiera.
Y así, entre unas cosas y otras, llegó el primer día de instituto.
Kohane aguardaba en la puerta, a que su padre terminara la fiambrera. No le había dejado prepararla a ella. Los demás días podría, pero aquel día era especial, y quería que su comida le diera suerte. Ella se estiraba, sin poder estarse quieta, el uniforme nuevo una y otra vez. Era sencillo pero bonito. Una chaqueta formal y una falda plisada cortada a la altura de la pantorrilla, un poco más baja, tal vez. La chaqueta era de color negro, y la falda tenía un estampado a cuadros, de colores rojos y negros. Por debajo de la chaqueta, llevaba una camisa blanca, con una corbata del mismo diseño que la falda.
No había pegado ojo, y eso se le notaba, aunque había intentado disimularlo utilizando maquillaje. Al menos, las ojeras no se notaban tanto.
Agitó las alas con impaciencia, ya acostumbrada a ellas, al igual que al brillo imperceptible de su cuerpo, cada vez más ansiosa.
―Papá ―se quejó, lo suficientemente alto como para que su padre, desde el otro lado de la casa, la oyera.
―Ya estoy, ya estoy ―dijo él, apareciendo por el pasillo con un paquetito envuelto en las manos―. Toma, cielo.
Le tendió la fiambrera, que ella metió con ademán impaciente en la cartera del mismo color que la chaqueta, y besó a su hija en la frente.
―Nos vemos por la tarde. Ya me contarás cómo te ha ido ―la despidió su padre cuando ella salía por la puerta.
―Claro ―sonrió ella, cerrando con un ruido sordo el gran portalón de entrada.
Se había levantado con tiempo suficiente, por lo que no se molestó en darse prisa. Rechazando el ascensor por puro hábito, se dirigió a las escaleras del edificio y bajó hasta la planta baja por ellas.
Aquella costumbre la había adquirido desde que había tenido el encontronazo con el ser oscuro. Intimidada, no se había vuelto a atrever a entrar en un ascensor, y, cuando se veía obligada a hacerlo, lo pasaba bastante mal. Por suerte, eso no le ocurría con demasiada frecuencia.
Empujó la pesada puerta principal, y le recibió la luminosidad del sol en un día claro de primavera. Falló en su intento de poner cara de póquer, y sonrió ante el maravilloso día. Era perfecto para empezar un nuevo curso.

*

El instituto al que se dirigía nuestra protagonista era el prestigioso instituto Sakuraba. En él, dos chicos no se lo estaban pasando precisamente bien...
Ella era Himeka, y él Saito. Saito llevaba a la espalda un gran bulto con forma de instrumento: una guitarra. Los dos se encontraban rodeados por una pandilla de chavales más o menos de diecisiete años. Todos presentaban aspectos amenazadores, y el que se encontraba más adelantado habló:
―¿Y bien? ¿Vas a respondernos de una vez? ―sonrió con superioridad, saboreando la victoria.
El chico, Saito, se irguió en toda su figura, mirando directamente a los ojos al joven.
Saito tenía el pelo rubio, en mechones desperdigados sin ningún orden, y los ojos azules oscuros, del color de la noche. La piel era bronceada, pero sin llegar a tener el color dorado característico de los países del sur. Era alto y esbelto, fuerte, y, sobre todo, muy guapo.
Se apartó el pelo de los ojos con un gesto de la mano, y respondió cruzándose de brazos:
―No.
―¡Saito! ―se quejó la chica, Himeka, que se encontraba en la situación más peliaguda.
Ella era más baja que él. Se encontraba pegada espalda contra espalda al chico, y su cabeza rozaba la nuca de Saito. Mostraba un aspecto frágil, y los que la rodeaban a ella la veían como una presa fácil, por lo que se atrevían a acercarse más.
Himeka llevaba el pelo color chocolate cortado a la altura de los hombros, y recogido con una cinta amarilla a modo de diadema, de la que pendían dos lazos del mismo color a ambos lados. Sus ojos del mismo tono que el pelo estaban clavados en sus acosadores, abiertos por el pánico.
―No te preocupes, Himeka, yo te protegeré ―la tranquilizó Saito, girando la cabeza levemente y dándole unos toques a la de ella, revolviéndole el pelo con cariño.
―¡Pero si son diez contra uno! ¡Te harán picadillo! ―exclamó Himeka, con lágrimas en los ojos―. ¿No sería más fácil darles lo que quieren? Prefiero eso a que te hagan daño... ―meció la cara, disgustada.
Saito cerró los ojos y frunció el ceño, negando con la cabeza:
―No... Lo que piden es demasiado, no se lo entregaría ni a costa de mi vida.
―Pero... ¡Pero si tú mueres, ¿yo qué haré?! ―le preguntó a su compañero.
―Te he dicho que saldremos de ésta, Hime-chan.
Se habían dado la vuelta, dándoles la espalda a los confusos captores, y se agarraban las manos con los ojos brillantes de la emoción.
El jefe del grupo se enfureció ante aquello, y gritó:
―¡Habéis tenido vuestra oportunidad, ahora vais a pagar por lo que habéis hecho!
Con varios gritos imposibles de definir, todo el grupo se abalanzó hacia la pareja.
Himeka se giró, sobresaltada.
―¿Eh? ¿Ya? Pero si no hemos llegado ni a la mitad del acto... ―hizo un mohín.
―Eso da igual ―se carcajeó Saito―. Vamos a pasárnoslo bien ―añadió, haciendo crujir los nudillos y sonriendo maliciosamente.
―Completamente de acuerdo ―accedió Himeka, con la misma expresión divertida.
Al mismo tiempo que decía esto, uno de los hombres alcanzó a la joven. Alzó la mano para descargarle un puñetazo, que fue recibido por la propia mano de la chica. Le sujetó el puño sin hacer el menor esfuerzo, y después le retorció el brazo con un movimiento limpio hasta que lo hizo caer al suelo del dolor.
Saito, demasiado impaciente, se adelantó para llegar hasta los cinco chicos que iban hacia él, entre ellos el jefe y, con un puñetazo en la nariz, tiró a uno al suelo, que empezó a rodar y gemir de dolor agarrándose la nariz, rota. Otro le intentó dar una patada, que Saito esquivó con un ágil salto, para posarse sobre la misma pierna y plantarle casi al instante la suela del zapato en los ojos. Éste también acabó en el suelo, mientras el chico se posaba de nuevo en el suelo con un ligero salto. Tras eso, posó una mano en el suelo y dio una vuelta sobre su brazo, golpeando en el estómago a otros dos, entre ellos al jefe, que salió peor parado. El otro se levantó como pudo, y salió corriendo.
―¡Gallina! ―le gritó Saito, alzando el puño―. ¡Vuelve a por más!
Por otra parte, Himeka ya había derribado a otros dos con un gancho de kárate. Uno la agarró por el brazo desde atrás, y ella reaccionó amarrando al hombretón y alzándolo sobre su espalda, haciéndole rodar hasta caer de espaldas al otro lado, completamente ido. Le lanzó una patada baja al último chico, que la esquivó saltando y lanzó un puño a la cara de la chica, que logró esquivar por los pelos. Mosqueada, ésta lanzó una serie de ataques con los puños. Ninguno dio en el blanco.
Justo cuando parecía que él iba a ganar, Himeka saltó y alzó el brazo, descargándolo sobre el cráneo del hombretón con un potente golpe de kárate, impulsado por la fuerza de la caída. El chico calló al suelo, y Himeka pudo comprobar que había perdido el conocimiento.
―Hmph. Los miembros de la brigada nunca se rinden ―declaró ella, orgullosa.
―¿De qué brigada hablas? ―se rió Saito, yendo hasta donde Himeka se encontraba.
―Déjalo, no lo entenderías ―contestó distraídamente.
Se giró para observar el panorama. Nueve chicos en el suelo: uno rodando y agarrándose la nariz, otros dos frotándose sendas partes magulladas del cuerpo mientras intentaban levantarse, otro sujetándose el brazo, y todos en general esparcidos por el suelo.
Saito se descolgó la guitarra del hombro y la acarició, haciéndole un arruyo.
―No te ha pasado nada, ¿verdad, bonita? Si es que aquí tienes a un gran y fiel amigo que te protegerá a costa de su vida...
Himeka rió incrédula ante aquello, y se giró de nuevo para encarar a su compañero.
―¿Qué querían exactamente, a todo esto?
―La verdad, ni idea ―contestó encogiéndose de hombros el chico, volviéndose a colgar la guitarra al hombro―. Ya estoy tan acostumbrado que se me olvida preguntar.
―Si es que eres de lo que no hay ―sonrió ella en respuesta.
―Pues igual que tú, hermanita otaku ―respondió Saito, revolviéndole de nuevo el pelo.
―¡Hey, quieto! Con lo que me costó ponerme la cinta...
―¡Pues toma más! ―dijo él, revolviéndole aún más el pelo ante las protestas de la chica.
Se oyeron unos pasos de tacones acercándose. Poco después, estos se detuvieron, y en su lugar se dejó oír una clara y potente voz.
―Alumnos del Sakuraba, supongo.
Los dos chicos alzaron la mirada con las sonrisas congeladas en el rostro, fijando la vista en una alta y esbelta mujer. Llevaba un traje anticuado, y tenía el pelo canoso recogido en un alto moño. Sus ojos oscuros les espiaban a través de unas gafas de lectura, furiosos.
―Ehmm... Sí, señora ―respondió Himeka, cautelosa.

*

Kohane llegó al instituto una hora más o menos después de haber salido de casa.  El lugar no estaba ni mucho menos cerca de su casa, como lo había estado su anterior centro, por lo que había tenido que tomar un metro en la estación, y aún así había tardado un buen rato en llegar.
Durante el trayecto hubo algo que le llamó la atención. Se sentía observada cada vez que hacía el más mínimo movimiento, y eso le disgustaba.
Había establecido como una de sus normas no invadir la privacidad de las personas, intentando hacer oídos sordos a las constantes llamadas de los pensamientos que sentía en su cabeza. Pero esa vez había decidido buscar entre aquellas voces a la persona o personas que la observaban.
Ya tenía la suficiente práctica como para que no le llevara la tarea más de un escaso minuto, y, tras ese tiempo, vio frustradas sus intenciones. Ningún pensamiento estaba dedicado a ella, y aquello la desconcertaba, pues aún sentía aquellos ojos clavados en su cuervo.
En un instante de lucidez bastante estúpido, se había dado cuenta de que podía buscar los ojos que la miraban tan fijamente, y se dio un golpe mental en la cabeza por ello. Aplaudiéndose en su fuero interno, evaluó las miradas de la gente, pero había demasiada como para poder ver con claridad.
Por supuesto, no descubrió nada.
Al final, se había bajado del metro sin haber llegado a ninguna conclusión.
Y, después de todo, allí estaba, frente a su nuevo instituto.
Kohane tuvo que admitir que el lugar imponía bastante. Se trataba de un edificio de cuatro pisos, con numerosas ventanas equidistantes y completamente iguales en cada uno de ellos. La fachada estaba construída con bloques de algún material color gris humo, aunque tal vez aquel color no fuera más que la marca de la gran contaminación de la ciudad.
A la entrada se podía ver un gran espacio libre, con algunos parterres de flores, y un camino de losas ocre, al contrario que las grises del pavimento, que conducían a la misma puerta del edificio, donde se abría para rodearla por completo. A su vez, la fachada delantera estaba precedida por una larga y continua maceta coronada con un seto de color desvaído, aunque lustroso.
La construcción remataba en una terraza, rodeada por una valla de unos dos metros de altura.
Kohane observó embobada todo el conjunto. Finalmente, un quejido muy cerca de su oreja la llevó de nuevo a la realidad. Se giró sobre sus talones para descubrir la procedencia del ruido, y observó llena de curiosidad una escena bastante curiosa. Una mujer alta y canosa, que imponía bastante, llevaba prácticamente a rastras a dos chicos, un chico y una chica, cada uno pillado por una oreja. El chico llevaba a la espalda un instrumento, tal vez una guitarra. Los dos se quejaban y se revolvían, incómodos por las miradas de todos sus compañeros, y el chico se volvió a quejar. La señora lo fulminó con la mirada en respuesta, y él bajó la vista.
Pasaron al lado de Kohane, y el chico reparó en ella. Se mostró sorprendido al principio, pero luego sonrió pícaramente y le guiñó un ojo, para después volver a gemir debido a un especialmente fuerte tirón de oreja. Kohane bufó y apartó la vista.
Desaparecieron por la puerta del centro.
Contuvo como pudo las ganas de atender a los pensamientos de aquel chico, completamente rabiosa. La campana de aviso ya estaba sonando, así que se recompuso y entró rápidamente en el recinto, preguntándose de repente a dónde debía ir.
Se encontró en un tablón justo a la entrada la respuesta a su pregunta. Unos grandes carteles anunciaban el reparto de alumnos en los cuatro grupos de cada curso. No le fue muy difícil encontrar su nombre, la habían asignado a la clase B.
Tampoco le fue muy difícil llegar al aula pues, para gran alivio suyo, había un mapa del instituto junto a los grandes carteles. Supuestamente ya debería haber visto todo el recinto, dos días antes, el día de la presentación, pero Kohane había optado por no ir.
Por lo tanto, todas aquellas personas que sí habían acudido –es decir, la gran mayoría-, se giraban sorprendidos al ver una nueva cara, la suya. Kohane, ya acostumbrada a muestras de interés, para bien o para mal, pasaba de largo a medida que iba siguiendo de memoria las indicaciones del mapa de la entrada.
Al fin dio con una puerta sobre la que un cartelito rezaba “1º B”, y se adentró en ella. De nuevo, todas las miradas se posaron en ella, tal vez demasiado intensamente, así que, a pesar de intentar ignorarlos, se apresuró a escoger un asiento en el que poder hundirse hasta pasar desapercibida.
Impulsada por las buenas vistas, decidió situarse al lado de la ventana. Se sentó justo al fondo del todo, en el único asiento que quedaba libre en aquella fila. De todas maneras, aquella situación le aventajaba, pues la gente debía hacer un gran esfuerzo para aparentar normalidad y al mismo tiempo girarse ciento ochenta grados para poder seguir atravesándola con la mirada.
Por eso, en seguida todos se olvidaron de ella y siguieron con sus respectivas conversaciones, ordenación del material, miradas ansiosas en busca de amigos... Sólo una persona seguía mirándola, desde la otra punta de la clase, última fila también.
Kohane dio un respingo al reconocer a aquella persona. Era el chico que le había guiñado un ojo hacía nada en la entrada. ¿Cómo había llegado allí tan rápido? Bueno, no había otra explicación que él no había tenido que consultar ningún mapa para llegar...
El chico se dio cuenta del examen mental de Kohane, y se dio la vuelta para mirarla a los ojos. Sonriendo, saludó con la mano apoyando la cara en la otra mano, despreocupado. Kohane giró la cabeza rápidamente, fríamente. Pudo ver por el rabillo del ojo cómo el joven se reía quedamente y volvía a su posición original, conversando despreocupadamente con un compañero.
Hablaba gesticulando ampliamente, y se reía con naturalidad ante las carcajadas de su amigo. Kohane se giró discretamente para poder observarlo mejor. Era guapo, de eso no cabía duda. Tenía el pelo rubio, y Kohane se preguntó si no sería teñido. Sus ojos eran azules, oscuros como la noche, y ella lamentaba cada milisegundo que se escondían detrás de los párpados cuando él pestañeaba.
Dándose cuenta de lo que estaba haciendo, se volvió a sentar recta rápidamente y cogió un libro al azar, abrumada por haber sentido admiración por aquel chico. Suspiró con alivio al comprobar que no se había dado cuenta, aunque tal vez sólo estuviera fingiendo.
Rabiosa por prestarle tanta atención al joven, sacó un lápiz y una libreta de su cartera y se puso a garabatear en una hoja, dejando una marca en el papel del curso de la mina.
Al fin, justo cuando la afilada punta del lápiz se partió en dos, dejando una marca más oscura en el papel, apareció la tutora por la puerta.
Era su profesora de lengua, y se dirigía a los alumnos con brusquedad y soberanía. Su simple mirada ya imponía, por lo que, en cuanto entró, cada alumno se encontró de repente con el asiento perfecto para empezar el curso, y ya estaban sentados cuando la señora tomó asiento también.
Las clases pasaron como un suspiro para Kohane, pero a la vez irremediablemente lentas, con el golpe sordo de la aguja segundera grabada a fuego en su memoria, poniendo a prueba su paciencia. Un profesor tras otro fue pasando durante más de cinco horas, demostrándoles en aquella primera clase por qué pensaban que su asignatura era la más importante del curso.
Todos se presentaron, y de todos olvidó Kohane sus nombres y caras en cuanto cruzaron la puerta. Carecían de importancia, y ya se acostumbraría a ellos con el tiempo, como en su anterior centro.
Cuando al fin sonó el timbre del final de las clases, los alumnos sonrieron aliviados. El último profesor, el tímido maestro de historia, se despidió con dos palabras quedas que se perdieron con el griterío del alumnado, y se marchó. Kohane se estiró como un gato perezoso en su asiento, agotada tras ocho oras sentada en la misma silla, dado que no se había movido ni en los descansos.
La gente charlaba emocionada en su mayoría de a qué clubes se unirían, mientras salían del aula en grupos de dos o de tres, mientras otros quedaban con sus amigos, se pasaban apuntes... Kohane empezó a recoger sus cosas con parsimonia, a pesar de las ganas que tenía de llegar a casa.
―Hola ―la saludó alguien, desde algún punto cercano a ella.
Kohane alzó la cabeza, suponiendo quién sería.
Se encontró cara a cara con el chico que había estado en su mente, muy a su pesar, a lo largo de toda la jornada. El joven le sonreía mientras la miraba penetrantemente con aquellos ojos oscuros. Estaba recostado contra la pared, en una pose casual.
―Hola ―respondió ella, cortés pero fría, y siguió recogiendo.
Cerró su maletín con un “clic”, y se levantó de su asiento.
―¿Cómo te llamas?
Kohane se giró, rabiosa. Él no se había movido del sitio, seguía con los brazos cruzados en el pecho, y ahora sonreía burlón.
―Tsubaki Kohane ―casi susurró ella.
―Un placer ―inclinó la cabeza, parodiando las normas de cortesía japonesas―. Yo soy Toriyama Saito. Puedes llamarme Saito.
―Un placer, Toriyama ―dijo Kohane, dando media vuelta de nuevo para salir de clase.
―¡Espera! ―exclamó Saito, posando su mano sobre el hombro de la chica.
Ésta se giró, encarándose a él de nuevo, y lo miró fijamente. Más bien, lo perforó con la mirada.
Saito la soltó inmediatamente, y su expresión se congeló. Bajó la vista abrumado, con los ojos abiertos por un pánico repentino, para después volver a alzarla confundido. Cuando se volvió a encontrar con la mirada extrañada de Kohane, su rostro se tiñó de alivio.
Kohane volvió a sentir la necesidad de escuchar los pensamientos de alguien por segunda vez en ese día. Era muy difícil no prestarles atención cuando podía oírlos y quería, mas ella misma no se lo permitía. Se quedó quieta, lidiando con sus propios pensamientos, hasta que al final dio media vuelta, aturdida, y se marchó.
―¡Hasta mañana! ―la despidió Saito, y después añadió para sí― ¿Qué fue eso?

Esta vez, en el tren no sintió ninguna mirada incómoda que evitar, ni ninguna presencia extraña. En contra de su buen juicio, hubiera deseado sentirla de nuevo, para poder ubicarla de una vez. Pero era mejor que la hubieran dejado en paz, fuera quien fuese.
Fuera hacía mucho viento, y parecía que iba a llover, por lo que Kohane optó por recorrer el tramo que le quedaba hasta su casa corriendo. El pelo se le revolvió en contacto con el aire, y le recordó a la sensación de volar. Deseó en aquel momento poder volver a hacerlo, poder volver a surcar aquel cielo que ahora aparecía cubierto, y ver los puntitos que eran las personas. Pero, en aquel momento, sus alas no eran más que un inútil estorbo al que, junto a su brillo, ya se había acostumbrado.
Al fin llegó al portal de su edificio sin que le lloviera encima, con el aliento entrecortado y el cabello revuelto. Se lo alisó con los dedos a modo de peine como pudo, y entró en la planta baja. En vez de dirigirse a las escaleras como estaba acostumbrada, eligió el ascensor, sintiéndose tonta por aquellos arrebatos que le daban, pero, ¿qué mas daba? Con un movimiento fluido, se introdujo en él justo cuando sus puertas se cerraban, y pulsó el botón del piso en el que vivía.
Para un gran alivio para sus nervios, no sufrió ningún nuevo ataque en el ascensor, y eso le dio nuevos ánimos. Tal vez no fuera tan malo aquello de haberse vuelto... “diferente”, eligió la palabra con cuidado. Aquello le hizo cavilar sobre en lo que se había convertido, mientras se abría paso a su casa mediante la llave que guardaba en el bolsillo de la chaqueta.
Cerró la puerta cuidadosamente tras de sí y avanzó a través del pasillo. Su padre no se encontraba en la casa, o ya habría aparecido a recibirla. Eso le extrañó, porque su padre se había mostrado muy emocionado con respecto a su primer día de clase. Encogiéndose de hombros, se dirigió a su habitación.
Una vez allí, se dio cuenta de lo cansada que estaba. Dejó la cartera en la silla que tenía al lado del escritorio, y se tiró literalmente en la cama, dejándose caer.

En la posición en la que se quedó fue en la misma que se despertó unas horas más tarde, tal vez sólo unos minutos. Sus ojos somnolientos escudriñaron la oscuridad en busca del objeto de su perturbación repentina.
Se había hecho de noche ya, y los muebles de madera artificial presentaban un aspecto siniestro.
Kohane sintió un escalofrío entonces, y se dio cuenta de que la ventana que daba a un pequeño balconcito estaba abierta. Tiritando, se levantó trastabillando, cosa poco corriente en ella, y fue a cerrar la puerta de cristal.
Una cegadora luz le dio de lleno en los ojos, y descubrió a la luna en mitad del cielo. Preciosa, grande y hermosa, la miraba desde su punto inamovible del cielo, irradiando luz blanca y pura. A pesar del frío, salió al balcón para poder verla mejor.
Sintió otro escalofrío, y una presencia helada. Fue entonces cuando lo vio.
Estaba detrás de ella, justo al lado de la puerta-ventana, ¿cómo había podido no verlo? Kohane le dio al espalda lentamente a la hermosa luna para encararse a aquel ser. Desde la segura sombra de su posición no podía verle la cara, aunque sus ojos sí relucían con la luz del satélite. Eran rojos... No, azules. Azules casi blancos, casi como el color de la luna, se dijo Kohane.
Aquella confusión de colores no era normal, se dijo Kohane.
Había pensado todo aquello en menos de medio segundo, y seguía aguardando a que él reaccionara.
Al fin, salió de las sombras. Kohane contuvo el aliento. Dio dos pasos, lentos, golpeando el suelo como si se estuviera burlando fríamente de ella, y dejó que le bañara la luz.
Su expresión era burlona y penetrante, como si se estuviera divirtiendo con la escena. Más bien, estaba claro que disfrutaba mucho. Tenía el pelo negro, en mechones desiguales revueltos por el viento, sin ningún control, pero con un toque hermoso que no comprendía. Su tez pálida producía un claro contraste con su pelo, pero incluso aquello era bello. Era alto y estilizado, y a su espalda...
Dos chorros de luz negra.
Kohane parpadeó, y éstos desaparecieron.
Temblaba, no sabía si por el frío o por la presencia del joven. Se abrió paso a través de su garganta seca, y habló:
―¿Qué eres? ―su voz no fue más que un susurro ronco.
El ser se rió quedamente. Su voz era bonita también, pero había un deje peligroso en el tono.

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