miércoles, 27 de enero de 2010

Capítulo 02: Un miedo que te paraliza

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Un miedo que te paraliza


Antes de que el tiempo le permitiera a Kohane adaptarse a la nueva sensación, su puerta se había abierto de golpe para dar paso a su padre, asustado y angustiado. Cuando la había visto arrodillada en su cama había sentido un gran alivio, pero eso no había impedido que la chica se hubiera llevado una buena regañina.
Era normal, dado que su padre no había visto llegar a su hija a casa, seguramente porque directamente no había ocurrido. El punto bueno del asunto era que su padre no parecía fijarse en sus alas, ni en el destello perlado del cuerpo de Kohane, muy sutil frente a la luz. Le sorprendió lo rápido que había dado con la explicación. Seguramente, aquellas alas estaban hechas de una energía para la que los humanos no tenían sentidos, al igual que los pensamientos, que tan fuertemente podía sentir emanando de su padre.
¿En qué se había convertido? A aquello sí que no tenía respuesta. Sin embargo, era algo más que humana, dado que podía sentir cosas que no había sentido nunca, al igual que aquella Venus. Cayó en la cuenta entonces de que Venus era el nombre de un dios en la mitología griega. Exactamente una diosa, la diosa del amor. ¿Sería realmente ella? No tenía respuesta a esa pregunta.
Pero, si se había convertido en algo parecido a Venus, se había convertido en algo parecido a una diosa. Aunque más bien, a Kohane la imagen que daba se le asemejaba a un ángel, con alas blancas de pájaro.
Se encontraba en ese momento sentada en la mesa de la cocina, frente a frente con su padre, desayunando tranquilamente.
Vivían en un sencillo y moderno piso en una de las zonas más concurridas de Tokio. El edificio contaba con diez plantas, y ellos se encontraban en el más alto de todos. Podían acceder rápidamente a la azotea a través de unas escaleras situadas en el rellano del piso.
La casa contaba con todas las comodidades de una casa normal. Un pequeño recibidor, de estilo occidental, desde el que se podía acceder a un amplio y confortable salón y a la cocina. También tenía un acceso al pasillo principal, en el que había sendas puertas a izquierda y derecha, con acceso al baño, al dormitorio de su padre, a su dormitorio y al aseo, de estilo oriental. Las paredes y los muebles eran en su gran mayoría sencillos, de color blanco que transmitía una sensación de estabilidad y tranquilidad. No había casi ningún cuadro ni objeto decorativo, sólo un pequeño altar dedicado a su madre muerta en un lado del salón.
Explícamelo otra vez ―exigió su padre.
―Me perdí… Y… acabé en el puente… Llegué muy tarde, por eso no quise despertarte.
―¿Y qué hacías arrodillada en tu cama, así, con aquella expresión? ―su padre frunció el ceño.
Kohane podía percibir todas las emociones e ideas que irradiaba su padre. Miedo, inquietud, una idea que le llevaba a algo que sólo se le ocurriría a una imaginación desbordada sin límites, no apta para menores, otra vez miedo, y preocupación, preocupación por su hija.
Ella se enterneció al notar aquello, sabiendo lo mucho que había sufrido su padre desde la muerte de su madre. Había tenido que cogerse otro trabajo, y no daba abasto, siempre estaba hasta arriba. Aún así, siempre tenía tiempo para dedicarse a su hija, y preocuparse por sus problemas. Y así se lo pagaba ella, con un intento de suicidio.
En su fuero interno, agradeció mil veces a aquella Venus el haberle salvado. Entonces, repentinamente, una sola idea fuertemente pensada, en forma de palabras, llegó a su mente.
»De nada…
La había oído. Miró hacia arriba sobresaltada, pero no vio ninguna lucecita por ninguna parte. Supuso que, allá donde estuviera, estaría pendiente de ella. Se sintió protegida, y eso la reconfortó.
―Me tengo que ir a clase o llegaré tarde ―anunció Kohane, mirando su reloj.
―¡Pero si es prontísimo!
―Lo sé ―respondió sin más.
Caminó hasta el aseo, donde había un pequeño tocador exclusivamente para ella, dado que su padre tenía su propio baño en su habitación. Abrió uno de los cajoncitos de madera bellamente labrados (era la única parte de la casa con muebles de madera) y cogió un peine con empuñadura de marfil.
Aquel había sido un regalo de su madre, hacía mucho, mucho tiempo. Se lo había dado porque sabía la pasión que su hija sentía por la luna, y había dicho que el mango parecía la luna, pero sin su luz.
Llevada por sus recuerdos, se fue relajando poco a poco, inmersa en un momento feliz. Entonces, sus alas se difuminaron repentinamente.
Vio en el espejo lo que acababa de pasar, y en el acto se sobresaltó. En el mismo instante en que abría los ojos con sorpresa, las alas volvieron a su opacidad inicial.
Qué extraño… pensó. Intentó buscarle una explicación a aquello, porque estaba claro que la tenía, debía tenerla.
Justo cuando se había sentido relajada, las alas habían desaparecido. En cuanto notó que algo no iba bien, habían vuelto a aparecer. Tal vez se tratara de un mero hecho de control. Al fin y al cabo, estaban hechas de energía, de su energía.
Intentó concentrarse y hacerlas menguar. Para ello, visualizó momentos felices transcurridos con calma junto a su fallecida madre. Momentos felices y relajados.
Y funcionó.
Poco a poco, aquellos objetos de luz fueron desvaneciéndose hasta desaparecer por completo en su espalda.
―¡Oh! –exclamó, perdiendo la concentración de golpe.
Volvieron a mostrarse, iluminándola de nuevo.
Bueno, eso era todo lo que podía conseguir de momento. Se prometió a si misma que practicaría, con el fin de evitarse problemas. Que su padre no se hubiera fijado en las alas no significaba que nadie pudiera verlas.
Volvió a coger el cepillo y decidió pasárselo por el pelo después de mucho tiempo sin hacerlo. Sus tirabuzones se desenredaban poco a poco, volviendo a su posición original. Se lavó la cara a conciencia y revisó las ojeras. Habían desaparecido.
¿Por qué hacía todo eso? Quién sabía. Tal vez se tomara más en serio de lo que pensaba todo lo que le había dicho Venus el día anterior.
Recogió la cartera de su silla, del mismo sitio donde hubiera estado si ella la hubiera dejado caer allí al llegar de clases, sin tocarla. Pero no era la ocasión, pues ella no había vuelto a casa por su propio pie.
Antes de salir por la puerta, cogió una cazadora e intentó pasársela por encima de las alas, haciendo esfuerzos de concentración para hacerlas más pequeñas, pero ésta pasó limpiamente a través de ellas, como si de dos fantasmas se tratara.
Dejó la cazadora en su sitio con un suspiro decepcionado, pues en realidad no la necesitaba para nada más que para tapar las alas. Pero nada, no había manera.
Se despidió de su padre intentando mostrarse normal, es decir, todo lo normal que había sido el último año, que era poco, y salió de casa.
Pulsó el botón de llamada del ascensor, y éste se abrió con un ruido metálico. Estaba vacío.
Entró en él y pulsó el botón de la planta baja. Se volvió a cerrar con otro sonido metálico, y comenzó a descender traqueteando suavemente.
De repente, las luces de la cabina se apagaron, para volverse a encender de nuevo. Parpadearon otra vez, al igual que había parpadeado Venus antes de desaparecer, y Kohane deseó con todas sus fuerzas que no pasara lo mismo.
Contra todo deseo, las luces se apagaron, y el ascensor se detuvo de golpe con un traqueteo sordo.
Kohane soltó una exclamación ahogada y se pegó contra la pared, asustada. Miró hacia la oscuridad, pero no había exactamente oscuridad. Una intensa luminosidad era despedida de alguna parte detrás de ella, para perderse en las paredes del aparato.
Miró hacia atrás, visiblemente aliviada, pues lo que más temía ella era la oscuridad, y comprobó con sorpresa que era ella misma quien emitía la luz.
Claro… Pensó. Venus ya me lo había dicho… Que tenía mi propia luz, o algo así.
Se sonrió, más o menos satisfecha con la situación. Sólo tenía que aguardar a que alguien se diera cuenta de que el ascensor no funcionaba, y la sacarían de allí.
Pero entonces, un extraño sonido volvió a hacer crecer su inquietud. Parecían pasos, pero no podía ser. Aquel lugar era demasiado concurrido como para permitir a una persona caminar tanto sin ser visto. Entonces… ¿dónde?
Un paso, y otro, y otro más. Una siniestra sombra salió de la oscuridad, caminando tranquilamente, con las manos en unos supuestos bolsillos. A pesar de la luz que irradiaba Kohane, no alcanzaba a ver a aquel ser. Ni siquiera sabía distinguir si era humano.
Un paso más, y se paró en seco.
»Te encontré, pequeño ser luminoso ―dijo la sombra, con una voz sobrenatural, muy parecida a la de Venus. Pero, por desgracia, más siniestra también.
―Quién… ¿quién eres? ―murmuró ella, temiendo hablar más alto.
»Ha sido muy estúpido por tu parte mostrarte de esta manera, pequeña.
Kohane no era capaz de hablar. Sentía un terror irracional y, contra todo pronóstico, temblaba violentamente. Aquel ser estaba hecho de oscuridad. Por mucho que su luz lo alcanzara, no conseguía iluminar ni un solo mechón de pelo, si es que lo tenía, claro.
»¿Tienes miedo…? ―se burló la presencia, juguetona―. Eso está bien, es una buena reacción. Aunque un poco anticipada…
Ante aquella sensación de pánico, sus alas se hicieron más luminosas, buscando la luz, cubriéndola y protegiéndola. Pero aquello no era suficiente.
Su miedo creció aún más cuando, por un instinto desconocido, buscó el intentar oír los pensamientos del ser. No los oía, no era capaz. Su confusión iba en aumento, y su única protección eran unas débiles alas que incluso una simple cazadora podía atravesarlas.
»Te diré una cosa, pequeño ser luminoso ―la presencia se acercó, cerniendo toda su oscuridad sobre Kohane, que gimió, angustiada―. No sé cómo lo hiciste ayer, pero esto no te lo perdonaré nunca. Tan cerca… Estaba tan cerca por fin de lograr mi objetivo, cuando de repente ya no estabas. Es más ―añadió, cayendo en la cuenta―, ni siquiera deberías haber despertado tu poder.
A Kohane le dio la impresión de que la estaba fulminando con la mirada. Tragó saliva intentando dominar su pánico, y en parte lo consiguió.
―No… no fui yo ―intentó que su voz sonara segura―. Fue… Venus…
»Claro… Venus. Tiene sentido. Siempre te tuvo demasiado cariño. Debería enfadarme  con ella, entonces ―dijo, alejándose un poco de Kohane, aflojando su presión de oscuridad―. Pero, desgraciadamente, tú también tienes que morir hoy.
―No ―musitó Kohane, horrorizada.
»Lo siento de veras, no me lo tengas en cuenta. Pero es que… Esto es todo tan aburrido…
¿Cómo podía decir aquello con tanta tranquilidad, que la mataba porque se aburría? Vio aturdida cómo la sombra desaparecía. Eso le dio unos segundos de gracia para pensar.
Por desgracia, antes de que Kohane se hubiera recuperado, oyó un chirrido sospechoso.
Miró hacia arriba mecánicamente, temiéndose lo peor. El ascensor se balanceó un poco.
Otro chirrido, y el ascensor se inclinó peligrosamente.
Estaba cortando los cables. ¡No!
Repasó rápidamente todo lo que sabía sobre cómo salir de un ascensor. Acercó un ala desesperadamente al comando de mandos para ver mejor y presionó con desesperación el botón de abrir puertas, pero nada sucedió. Volvió a darle, pero sabía que las puertas no se abrirían.
Tenía su gracia la situación, pensó macabramente Kohane. El día anterior se tiraba desde un puente para morir, y al día siguiente pugnaba desesperadamente por sobrevivir a la situación.
Miró hacia arriba de nuevo, deseando con todas sus fuerzas que las películas no se hubieran inventado aquellos detalles sobre ascensores.
Estirándose todo lo que pudo, alcanzó a tocar la plataforma sobre la que se encontraban las luces. Dio un brusco tirón, y ésta se desprendió, dejando ver el techo de la cabina de verdad.
Apoyó como pudo la plataforma luminosa en el suelo, de manera que le sirviera de elevadora. La colocó diagonalmente sobre la pared, y posó un pie sobre el fino borde que entraba en contacto con la pared. Asegurándose de que no se movía, posó el otro pie, en precario equilibrio.
Alzando sus alas hacia el techo, tanteó en él hasta que dio con lo que buscaba. Una trampilla.
Otra sacudida
―¡Gyah! ―gritó Kohane, cayendo al suelo.
Sin tiempo que perder, volvió a levantarse y se subió de nuevo en su improvisada escalerilla. Volvió a encontrar la trampilla, y la empujó con todas sus fuerzas. Nada.
Volvió a empujarla, cambiando de posición las manos, y esta vez se descolocó hacia fuera.
Con una sonrisa triunfal dejó la tapa apoyada sobre el exterior de la cabina y, pegando un saltito, se amarró al borde del agujero.
Aleteó por instinto igual que un niño patalea al subirse a algo, y al final logró colarse por la abertura.
Se incorporó tambaleándose, agarrándose fuertemente al grueso cable que sujetaba el ascensor. Su primera reacción fue buscar al ser de oscuridad, pero no lo vio por ninguna parte.
Sin embargo, sintió otra sacudida acompañada de otro chirrido sospechoso, y notó cómo el cable grueso descendía unos milímetros.
Buscó desesperadamente algo, cualquier cosa, con la mirada, y encontró su salvación en una escalerilla de metal amarrada a la pared. Corrió hacia ella y, un segundo antes de que el ascensor se precipitara hacia la nada, puso una mano sobre uno de los peldaños.
Se quedó colgando en el vacío, únicamente amarrada a aquella vara de metal. Posó con todo el cuidado del mundo un pie en otra vara, más abajo, y así hizo también con la otra mano y el otro pie, quedando fuertemente asida a la escalera.
»¿Crees que todo va a ser tan fácil? ―le preguntó aquella voz, repentinamente cerca de su oído.
―¡Ah! –chilló Kohane, apartándose de la presencia.
Las piernas le fallaron, al igual que las manos, y en un segundo se vio cayendo hacia una muerte segura.
El ser se rió, dejando a la gravedad acabar el trabajo.
No, no, ¡no! Esto no va a acabar así, pensó Kohane, apretando la mandíbula. Piensa en algo, piensa…
Súbitamente comenzó a agitar sus alas, deseando que al menos el aire no fuera capaz de atravesarlas.
Y lo logró.
Se vio flotando en aquel estrecho túnel, aleteando inestablemente, arriba y abajo, arriba y abajo.
»¡NO! ―gritó el ser, furioso, y se abalanzó sobre ella.
Kohane chilló, y sus alas la impulsaron hacia arriba, más arriba, más arriba… Hasta que se vio fuera del edificio.
Por suerte, el ser, al intentar tirar el ascensor, había acabado con toda la estructura interna, por lo que el túnel conducía directamente hacia el exterior.
Se alejó todo lo que pudo de la boca de entrada, respirando entrecortadamente. No sabía por qué, pero tenía la impresión de que no la seguiría. Aún así, se aseguró de alejarse lo suficiente hasta estar completamente segura de que nadie iba tras ella.
Una vez a salvo, se posó suavemente en la azotea de un edificio. ¿Qué había sido aquello?

*

»Tsk ―murmuró aquel ser, recuperando poco a poco su esencia humana.
Se posó, al igual que Kohane, en la azotea de un edificio, pero en otro bastante alejado de la posición de la joven, para alivio de ella.
―¿Ya estás contenta, ahora que ha escapado? ―le preguntó a la nada― ¿Venus?
»Sí ―respondió una voz sobrenatural.
Apareció un pequeño puntito flotante luminoso, que pasaba desapercibido con la luz del ambiente.
»¿Qué pretendes, con todo esto? ―le preguntó ella, “audiblemente” mosqueada, dado que ver, no se podía ver nada.
―Lo sabes tan bien como yo ―respondió él, sacudiendo la cabeza para apartar el pelo de la cara.
»Te lo advierto, no permitiré que te salgas con la tuya. Sabes que Ella le tiene mucho aprecio a todo esto.
―Justamente por eso lo hago ―apuntó.
»Lo sé ―suspiró Venus―. Te estaré vigilando ―le advirtió―, Marte.
―Por dios, no me llames así. Ese nombre es horrible.
»¿Y entonces cómo quieres que te llame? ¿Por tu estúpido nombre humano?
El ser sonrió, y entonces ambos desaparecieron, una extinguiéndose, y el otro dejando una ráfaga de viento detrás.

*

Kohane aleteaba juguetonamente de un edificio a otro, cuidándose de no ser vista por ninguna de aquellas personas que caminaban pacíficamente por la calle, como diminutas hormiguitas. “Si hay un poder que no perderé nunca, será el de volar”, se dijo para sí misma, fascinada con cada pirueta.
Se rió histéricamente cuando alcanzó a una bandada de pajarillos, que huyeron asustados. Cuando su risa se sofocó, llevada por el viento, decidió que iba siendo hora de ir a clase, si no quería llegar tarde.
Exhaló pesadamente, haciendo un mohín. ¿Por qué tenía que ir a clase? Era una pérdida de tiempo. Pero, al menos, era su última semana en secundaria. Una semana más, cinco estúpidos días más, y ya sería una señorita de instituto. Podría empezar una vida nueva en un instituto nuevo, alejada de todos aquellos que no hacían más que estorbar en su escuela.
La única pega era el examen de acceso. Por supuesto, como muchos otros, había estado estudiando, pero, aún así, no sabía si le llegaría la nota para entrar en el instituto que quería. Tendría que pasar más noches en vela, se dijo a sí misma, pues el instituto que anhelaba era un gran prestigioso instituto, con una nota media muy alta.
Había estado permitiendo que su mente vagara demasiado, se dijo con un suspiro, evitando el verdadero problema. Tenía dos dudas existenciales:
Uno, ¿Qué era lo que le había pasado? ¿Cómo era posible que de la noche a la mañana, de repente, pudiera volar y sentir los pensamientos de los demás? No podía ser casualidad. Bueno, desde luego, recordaba perfectamente la conversación que había tenido con Venus, su salvadora. Aunque había llegado a pensar que había sido un sueño… Aquello era demasiada casualidad. Aún le costaba aceptar que podía saltar de una azotea a otra sin correr riesgo de morir. Pero, tras unas cavilaciones, decidió que lo más fácil era no pararse a pensarlo demasiado. Al fin y al cabo, era lo que había estado haciendo, y le había salido bastante bien.
Entonces, no podía evitar la segunda cuestión.
¿Quién le había atacado, y por qué? ¿Por qué Kohane debía morir?
Por desgracia, no había podido ver la cara de su persecutor. Estaba demasiado oscuro… Demasiado oscuro como para que Kohane pudiera no sentir un terror abrumador, se dijo con un escalofrío. Desde que era pequeña, la oscuridad le había producido un miedo irracional, contra el que no podía luchar ni siquiera cuando había gente a su lado. Era imposible de predecir, cómo podía reaccionar la chica. Tenía recuerdos de demasiados episodios desagradables. A lo único que se había tenido que acostumbrar era a la oscuridad de la noche, sola, en su cuarto. Pero ahora, pensó con alivio, tenía su propio resplandor. Eso le hacía ver de manera más positiva aquel nuevo cambio. Aunque tuviera en la parte trasera de la cabeza un zumbido constante de pensamientos alterados, felices, tristes, enfadados, emocionados…
Se llevó una mano a la cabeza con un quejido, demasiado concentrada de repente en todos aquellos pensamientos a la vez como para poder soportarlo.
Buscó desesperadamente algo con lo que distraerse. ¿Qué más fácil que sus propios pensamientos? Volvió a su segunda pregunta.
Estaba claro que la había dejado escapar, o no habría salido tan bien parada. Por lo tanto, debía estar preparada para un posible ataque. Había dicho que la quería muerta, que la quería muerta porque todo era muy aburrido. ¡Pues que matara a otra!, se dijo Kohane con enfado. Pero eso no podría permitirlo. La muerte era demasiado horrible, pensó recordando a su madre. No podía permitir que nadie volviera a pasar por lo mismo que había pasado Kohane al perder a su madre.
Pues, de todas maneras, era imposible que aquel ser cambiara de parecer en lo referente a darle caza.
Más le valía entonces aprender a usar todos los posibles poderes que pudiera, para poder defenderse. Empezaría a practicar aquella noche, se dijo. De momento, debía llegar a la escuela antes de que sonara el timbre y ya no pudiera entrar.
Se incorporó y volvió a volar entre los edificios, rumbo a su destino.
Se encontró con un grave problema. ¿Cómo iba a bajar sin ser vista? Estaba claro que una persona que aterriza de repente en medio del gentío no era algo corriente, y llamaría la atención. Se encontraba sobrevolando desde bastante altura la azotea del centro.
Pues claro…
Vigiló que no hubiera ningún estudiante despistado en la azotea y, furtivamente, aterrizó en ella. Corrió hasta la puerta que comunicaba con el interior, y se la encontró abierta, para gran alivio suyo.
Se coló rápidamente por ella y bajó los escalones de dos en dos, pasando por la puerta de su clase justo en el momento en el que se oía el timbre de inicio de las clases. Suspiró aliviada.
Alzó la cabeza, encontrándose con que todos la miraban. A ella. Recorrió su clase con la mirada, intentando adivinar qué era lo que pasaba.
¿No sería por las alas?, se dijo entones, asustada. Miró por encima de su hombro derecho, volviendo a mirar a sus compañeros después. No parecía que miraran eso. Entonces, ¿qué?
Cayó en la cuenta entonces de que podía “escuchar” fácilmente los pensamientos de todo el mundo. Le hizo un poco de caso al zumbido de la parte de atrás de su cabeza, y se encontró con pensamientos de asombro y sorpresa, así como de admiración. ¿Pero qué les pasaba?
Prestó atención a uno de ellos en concreto.
»¿Ésta es la misma persona que vimos ayer? Parece… parece diferente. Y desde luego lo está. ¿Se ha peinado? ¿Cuánto hace que no se peina? Y ha cogido otro uniforme diferente, sin los rasgones… ¿Qué le habrá pasado?
Kohane se llevó una mano al pelo inconscientemente, sorprendida de que cada pelito siguiera en su sitio después de la sesión de cacería que había sufrido. Bueno, mejor, ¿no?
Así que se debía a eso. Todos la miraban porque se sorprendían de su cambio de imagen. Perpleja, caminó con su natural encanto hasta su asiento, donde se sentó sin mediar palabra con nadie. Los demás, aún sorprendidos, volvieron a lo suyo y la dejaron en paz, no como harían de costumbre.
El resto del día sucedió sin más incidentes. No hubo insultos, ni malas palabras, ni bromas graciosas. Kohane no podía evitar pensar que todo fuera culpa del nuevo cambio que acababa de experimentar, y no le encontraba el punto bueno al asunto. Que todos se comportaran bien con ella solamente por el asunto de la magia, era algo que no quería que pasara.
Durante el descanso, Kohane se dirigió a los aseos. Allí, se miró en el espejo, buscando algún indicio de algo especial, algo nuevo, algo diferente. Pero no había nada, nada que pudiera apreciarse a simple vista. Molesta, se fijó en que las alas seguían allí, brillando tras su espalda, cascadas de luz. Las sacudió como si con eso pudiera quitárselas, pero, por supuesto, no sucedió nada. Le aliviaba que nadie las hubiera visto, pero le molestaba de todas maneras tenerlas en la espalda. Lo único bueno que tenían era que podía volar con ellas.
Y aquello lo había descubierto gracias al ataque que había sufrido. Todavía sentía la adrenalina corriendo por sus venas, haciendo que su tensión se mantuviera rápida, con el pulso a cien. Observó entonces sus mejillas sonrosadas, probablemente producto de lo acelerada que se encontraba. Aquello no era bueno, se dijo, e intentó calmarse un poco. Pero no era capaz.
Había sido la primera vez que se encontraba en una situación como aquella, y lo había pasado muy mal. Ahora que estaba sola y fuera de peligro, podía permitir que todo el terror acumulado la invadiera. Sus manos se agarrotaron sobre el lavabo, presas de convulsiones, y jadeaba. Pero no permitió que el ataque de pánico fuera a más. Debía se fuerte, era lo que se decía siempre. Ser fuerte y seguir siempre adelante. No importaba las veces que se cayera, siempre que se levantara, ¿no?
Kohane temía que se iba a tener que levantar aún unas cuantas veces más.

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